Nadia encontró el anillo en el baño. Lo encontró al lado del inodoro. Podía ser de cualquier niña que disfrutaba del cumpleaños de su amiga Camila. Estaba tibio y tenía una hermosa piedra. Se lo probó en el dedo anular y le quedaba a la perfección. De pronto, sintió una felicidad que le inundaba todo su ser. Sabía que era para ella y no quería encontrar a su antigua dueña. En el camino a su casa, iba pensando que le diría a su madre. No quería que la obligara a venderlo ya que ella estaba fascinada con su primera alhaja. Decidió que lo escondería en su mesita de luz y lo usaría en ocasiones muy especiales. El anillo parecía ser una joya de mucho valor. Su pobreza no era una excusa para vender ese regalo sorpresivo.
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Nadia frenó. Sentía que había equivocado el camino. Su rostro blanco tomó un color incierto. Empezaba a anochecer y el calor aletargaba el aire. Cuando se disponía a retomar la marcha con su bicicleta, Roberto le cortó el paso. La sorpresa no la dejó reaccionar. Apenas se dio cuenta que su ex marido la tiró al suelo y sujetaba su cuello con dos brazos llenos de furia. Sabía que si no reaccionaba iba a matarla.
Roberto estaba tan nervioso que el sudor bañaba todo el pecho del gran amor de su vida. Ella no reconocía el rostro de ese joven del cual había estado tan enamorada. Se había convertido en un animal salvaje. En pocos segundos, pudo recordar cómo se conocieron, el noviazgo maravilloso, el casamiento multitudinario, su hijo muerto en una tragedia, el luto que se convirtió en un infierno…
¿Cómo luchar si estaba totalmente dominada y sometida? El calvario aumentaba a cada segundo. Los gritos de Roberto se habían convertido en aullidos que estallaban en el aire. Ese aire que le faltaba a Nadia en cada segundo que pasaba. Fue ese aire que abandonó, abruptamente, el cuerpo de Roberto y el espasmo fue categórico. El infarto súbito lo atacó en medio de su ataque de ira. Fue un rayo que fulminó su alma. Nadia creía que estaba soñando. No podía entender qué estaba pasando. La falta de oxígeno la había confundido totalmente. Apenas pudo observar cómo el anillo brillaba con una intensidad que le provocó el desmayo.
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Trataba de pensar y reflexionar sobre todo lo sucedido pero su mente se bloqueaba al instante. Su obsesión desembocaba en el insomnio. Estaba segura de que nadie había presenciado esa escena macabra. La culpa abrumaba su alma. Sentía que se asfixiaba y los escalofríos torturaban su cuerpo. Esa sensación aumentaba cuando fijaba la vista en el anillo que la acompañaba desde su infancia. Ese objeto que parecía tan insignificante pero, en realidad, era un ser vivo. Un ser que había crecido junto a ella y había superado toda la razón. Ese adminículo que se había convertido en un órgano más de su cuerpo. No quería tocarlo porque el anillo reaccionaba instantáneamente. Nunca le había interesado indagar sobre el origen de ese ser diminuto que la había protegido siempre. En cada oportunidad, el anillo la sorprendía y el desconcierto era total a pesar de que no sufría ningún daño.
Finalmente, se decidió y se aproximó a ese objeto tan extraño que el temor desembocó en un grito ahogado. Todo se transformó en confusión y hastío. Los latidos de su corazón repercutieron en temblores que no le permitían respirar. En un arrebato, tomó el anillo y lo introdujo en su dedo que se movía al compás de su corazón. Abrió muy grande la boca cuando observó que el objeto no se iluminaba pero pudo escuchar claramente las doce campanadas de la iglesia que estaba a diez cuadras. El teñir reproducía el Himno a la Alegría y el anillo comenzó a latir como si fuera un corazón en miniatura. Se movía como si fuera un órgano humano. Nadia bailaba con una figura vacía. Su paroxismo terminó cuando sonaron los golpes en la puerta de su casa. Se acercó temblorosa porque pensaba que la policía iba a detenerla por la muerte de Roberto.
La tensión era insoportable. Abrió raudamente la puerta y lo que vio fue tan sorprendente que la risa la shockeo durante varios segundos. El ruido estridente contagió a su hijo que estaba parado frente a ella, mirándola con un amor que se reflejaba en cada poro de su piel. En medio de su euforia, corrió a los brazos del pequeño Abel. Se arrodilló y lo abrazó tan fuerte que parecía que iba a quebrar esos huesecillos frágiles. Se miraron a los ojos y ella apenas pudo decir algo:
-No puede ser…
El pequeño la besó y le dijo al oído:
-Mamá, te extrañé mucho…
No se dieron cuenta que el anillo comenzó a brillar con una luz que iluminó todo el barrio.