Estas fotos tienen historia. La tumba se encuentra en el primer panteón que se ubica a la izquierda, no bien se ingresa al cementerio. Se trata del panteón de los Alvear. Y aquí la anécdota, el falso hilo rojo que unió las almas de quienes allí descansan eternamente. Marcelo Torcuato de Alvear fue presidente de la Argentina y miembro de una de las familias más acaudaladas del país.
Se daba los lujos de viajar seguido a Europa, más precisamente a Francia. En uno de esos viajes, conoció y se enamoró de una cantante, Regina Pacini. A tal punto llegó esa relación que terminarían casándose. Aunque en el mientras tanto, ella lo ignoró varias veces, y en cada intento de él, respondía que no. Pero un día, después de varias insistencias, Alvear concurrió al teatro donde ella actuaba. Averiguó bien los horarios y se le ocurrió una idea brillante para un enamorado rechazado.
Llegó al teatro unas horas antes del comienzo de la función. y adquirió la totalidad de las entradas que tenía la capacidad de dicho lugar. Y compró una rosa para cada una de esas butacas y las colocó en esos lugares antes de la actuación. Cuando Regina subió al escenario para interpretar sus canciones, observó que estaba todo vacío, excepto una de las butacas, que por supuesto se encontraba ocupada por Alvear. Cuando vio la cantidad de rosas en cada una de ellas, se ruborizó, y ante la presencia cercana de Alvear, y la propuesta de este para pedirle el casamiento, no tuvo más remedio que aceptar. Se casaron en la Argentina, país donde ella no fue bien recibida.
Es que, en aquella época, tener una primera dama «artista» no era bien visto por la población. Pero Alvear siguió firme, tanto en su cargo como en su vida familiar. La leyenda dice que cuando Marcelo T. de Alvear fallece, la viuda, Regina, no dejó entrar a nadie de la política en el velatorio, como venganza por los años sufridos. Regina muere unos años después, pero quedan estos datos, como un fiel relato de lo que fue una etapa difícil de la Argentina.
Cuentan que el deslumbramiento de ella se disipó con la muerte de él, y se arrepintió de haber dejado a su amor, un humilde costurero italiano, y hasta una hija que tuvieron en común en Francia, cegada por el poderío económico que tendría si renunciaba a todo y se casaba con Alvear, quien sabía toda la verdad y se adueñó de ella pese a todo.
El arrepentimiento no sirvió: el hilo carmesí de la codicia la unió al hombre rico y a su apellido de abolengo por toda la eternidad. No solo signó su destino en la tierra, sino también en la muerte, y la condena fue una soledad sin lágrimas ni flores de los dos únicos amores que tuvo en su vida.