Nunca olvidaré aquella mañana del año 2000. Era el último día de clases del tercero de secundaria. No había mucho por hacer, solo asistir y, en mi caso, confirmar que había reprobado más de la mitad de las materias. Hoy miro atrás, y eso era lo menos importante de ese día. Me sentía sumamente triste; de hecho, puedo recordarlo con densa nubosidad, cada escena teñida de un profundo gris ceniza (quizá, había pronóstico de lluvia, o tal vez era solo una proyección de lo que sentía en ese momento).
Al inicio de ese año, el panorama era muy distinto. Tenía quince años y hasta entonces había sido un entusiasta estudiante que no destacaba ni por mis calificaciones ni por mis destrezas deportivas. Ahora que lo pienso, no recuerdo haberme destacado por nada en realidad. Era parte de un grupo de adolescentes «regulares», esos que no sabes si están o se fueron. Pero, como en cada inicio del ciclo escolar, tenía esa sensación de que todo resultaría fantástico: uniforme nuevo, mochila a la moda, cuadernos en blanco, lápices afilados, listos para demostrarles a mis papás que valdría la pena la inversión. Sin embargo, nunca se está realmente preparado para lo que la explosión de hormonas traerá en esa etapa de tu vida. Transcurrió la primera semana de clases, y no había señales de que ese año sería diferente. El lunes siguiente, no obstante, las cosas comenzaron a cambiar.
Eran las 7:30, y ya habían transcurrido los primeros treinta minutos de la pesada clase de Biología, cuando él entró al salón de clases. En mi memoria, ese momento se reproduce en cámara lenta. Miró tímidamente a todos, sostenía su mochila con el brazo derecho, mientras sacudía el pelo que le caía sobre sus ojos. Tenía un andar diferente, entre seguro y retraído. Para mí, todo se detuvo, y solo pude verlo a él pasar a mi lado y sentarse unos asientos detrás del mío. Aquello que sentí no tenía nombre, era solo una impresión causada por alguien distinto que había entrado en mi vida escolar. Era una cara nueva, una voz diferente, un nombre que no había escuchado desde que comencé la secundaria. Quiero pensar que no fui el único al que le pasó esto. Ciertamente no lo fui, ya que ese chico, sin pedirlo, y en tiempo record, se convirtió en el más popular del colegio.
A los quince años no sabemos casi nada de la vida ni de las relaciones sociales. Suponemos que todo es una fiesta y que hay que pasarla bien, al menos, esa sería la edad para hacerlo, ¿o no? De lo que sí estoy seguro es que solemos reaccionar a esa impresión/atracción que sentimos por otro con indiferencia, con la esperanza de llamar su atención. Así fue como aquella segunda semana me dediqué a fingir desinterés por el chico nuevo. No como otros y otras que le demostraban, casi a los gritos, lo que las hormonas deseaban de él. Desde ahora lo llamaré Bruno, su verdadero nombre es otro.
Sonaba el timbre de salida, y no lo perdía de vista. Salíamos todos en camada y aunque vestíamos el mismo color, mis ojos no se apartaban de él. A veces, me miraba, yo, nervioso, lo esquivaba. Al momento de estar fuera del colegio, todos tomaban rutas diferentes, en nuestro caso, él caminaba al este y yo al oeste. No lo apartaba de mi mente durante el resto del día. Solo veía su cara y reproducía algunas frases que le escuchaba decir a otros. Muy pronto se convirtió en la razón para levantarme cada mañana e ir al colegio con entusiasmo. Ya había pasado un mes, y no sé si fue gracias a mi «plan» para llamar su atención, pero, se acercó a mí. «Hola, Rob», y puso su mano en mi hombro izquierdo. Lentamente levanté la mirada… no podía creer que era él. Tiró de una silla y se sentó frente a mí. Me preguntó si podíamos hacer un trabajo escolar juntos. Miré hacia los lados y acepté. Bruno no necesitaba ayuda para hacer ningún trabajo. Hasta el momento había demostrado en cada materia que tenía dominados los contenidos, y los maestros le celebraban sus logros; insisto, todo esto en tiempo record.
Al final de esa mañana me invitó a su casa. Después de despedirse de sus admiradores y admiradoras, caminamos juntos hacia el este. Eso lo había imaginado cientos de veces, y finalmente estaba sucediendo. Tardamos unos 20 minutos en llegar a su casa, y durante ese tiempo hablamos sobre las clases y los contenidos. A Bruno le interesaba mucho sacarse buenas calificaciones, en ese momento no entendía por qué. Yo era monosilábico, temía arruinar aquella primera impresión, pero aún más, temía que no le agradara mi compañía. Llegamos a su casa, me sorprendió ver que vivía en condiciones de pobreza palpable. Su casa estaba sola, vivía con la abuela. Ella era enfermera y trabajaba muchas horas durante el día y otras durante la noche. Sus padres estaban separados, vivían en otras ciudades, y, mientras «resolvían ciertas cosas», Bruno se quedaría con su abuela. Hoy lo pienso, y era un estereotipo de Hollywood: chico atractivo, idolatrado por su belleza, demostrando una actitud ganadora frente a todos, que, al terminar el horario escolar, volvía a su realidad. Una que quizá no les gustaría a aquellos fans que solo veían la fachada, la hermosa fachada.
Ese día, nos enteramos de que teníamos el mismo gusto musical. También hicimos el trabajo juntos, y salió perfecto. Me fui a mi casa. Hoy, quizá, un chico de quince años pueda saber más sobre sentimientos, amor y atracción de lo que yo en ese año. Esa noche, pensaba en Bruno, sin saber qué me pasaba con él. No había una respuesta, solo sabía que quería estar con él. A la mañana siguiente vino a mí directamente, casi sin saludar a nadie más. Se sentó delante de mí y cada 10 minutos, volteaba para hacerme algún comentario sobre la clase, sobre música, sobre lo que sea. Yo le miraba el cuello, la nuca, los hombros, detallaba el grosor de su pelo, los colores (algunos eran mechones castaños; otros, más claros), tomaba fotos mentales de él. A la hora del recreo, íbamos juntos a desayunar. Nos volvimos inseparables. Al salir de clases solíamos ir a su casa. Escuchábamos música, reíamos, comíamos. Los meses avanzaron, y parecíamos hermanos. Él me lo decía de vez en cuando. Y yo resplandecía de alegría. Seguía pensando en él, y llegué a creer que él pensaba en mí cuando no estábamos juntos. Hablábamos horas por teléfono; de hecho, cuando veíamos un video musical que nos gustaba a ambos, nos llamábamos para verlo juntos; cada uno desde su casa, cantábamos la canción y hacíamos comentarios sobre el video.
Un lunes, Bruno no fue a clases. Lo llamé cada día y no contestaba el teléfono de su abuela. Al tercer día fui hasta su casa, y no había nadie. Pasó una semana completa sin que tuviera noticias de él (lo llamé cada día en diferentes horarios). Regresó al colegio después de diez días, pero no era el mismo. Aquella energía tímida volvió a sentirse, el pelo volvió a cubrir parte de sus ojos. Aunque intenté hablar con él, siempre esquivaba el tema. Comenzó a llegar justo a la hora de clases y, al sonar el timbre de salida, corría para irse antes que el resto. Más que nunca no podía dejar de pensar en él. Ya me resultaba imposible siquiera estudiar. Empecé a reprobar todos los exámenes. Por el contrario, Bruno los aprobaba. Se hizo amigo de un grupo al que habíamos ignorado durante todo el año, y así fue cómo comencé a perderlo. Era el grupo cliché del colegio, el que hacía bulling a los más vulnerables. Aunque no vi a Bruno participar directamente, sí lo vi reírse y dejar que ocurriera. Dejamos de hablar, de alguna manera también dejé de intentarlo, pero, aun así, me convertí en alguien triste, alguien que bordeaba el límite de la depresión adolescente. Vivía un duelo del que nadie estaba enterado. Hasta que una semana antes de aquella mañana del año 2000 de la que te contaba al inicio de esta historia, Bruno se acercó a mí mientras tomaba el desayuno en el recreo y me contó qué había pasado en este segundo semestre en el que cambió drásticamente.
El divorcio de sus padres había transcurrido muy mal. No lograban estar de acuerdo con casi nada más que en un solo asunto, él debía irse de la ciudad a vivir con su madre. De eso se había enterado en aquella ausencia de diez días y había decidido alejarse de lo que más quería en ese momento: yo. Bruno creía que, haciéndolo, la partida inminente sería menos dolorosa y, por eso, eligió a aquel grupo superficial del que no le costaría despedirse. Me dijo que yo le había cambiado su vida y que, sin saberlo, mi compañía le había hecho transitar mucho mejor aquellos momentos de soledad en los que los adultos libraban batallas silenciosas. El esfuerzo que ponía en tener buenas calificaciones era un intento para complacer a sus padres con la esperanza de que lo dejaran vivir en nuestra ciudad, pero aún así, no había funcionado. Entonces, en unos días, sería el fin de clases, y partiría a su nuevo destino. Lejos de mí. Lloramos juntos. Nos tomamos de la mano, y me abrazó. Secó sus lágrimas y tomó su mochila para irse con aquel grupo de amigos desechables. Yo quedé devastado en un rincón.
Aquella mañana del año 2000 sería la última vez que Bruno y yo nos veríamos. Todos pensaban que mis lágrimas contenidas eran la reacción a mis materias reprobadas. Nunca dije lo contrario. Sonó el timbre de salida, era la señal para saber que solo restaban minutos para dejar de vernos. Salimos en manada como siempre. Ya no sé si podía verlo entre la multitud. Me senté cerca de la puerta del colegio, y allá estaba, con su grupo de amigos, abrazándose y riendo. De repente, vi cómo volteó, buscándome. Me encontró y fue hasta mí. Se sentó a mi lado y me dijo: «Eres lo mejor que me pasó este año. Nunca te olvidaré, recuerda eso». Bruno me abrazó y me besó en la mejilla. Se levantó y corrió. Y así fue cómo lo vi por última vez, alejándose hacia el este.
Bruno y yo no hablamos durante años. Doce años después nos hicimos amigos en Facebook. Nos saludamos y recordamos el lugar especial que ocupamos cada uno en nuestros respectivos corazones. Es ingeniero, tiene dos hijas, y, entre risas, me dijo que su esposa le comentó que yo era más atractivo que él. Creo que Bruno, finalmente, tiene su más sincero club de fans, y en él sigo estando yo.
*Bromance: Dícese de la amistad íntima, no sexual, entre hombres. El término está compuesto por la unión de las voces inglesas brother y romance.