Año a año me hago la promesa de extrañarla un poco menos. De jugar a que nada de todo esto nos ocurrió verdaderamente, y que del otro lado del teléfono me encontraré con su voz preguntándome cómo va todo.
Pero, año a año, la vida me juega la misma broma. Me hace creer que el dolor ya se apagó, que la historia se archivó y que ya he aprendido la lección.
Hasta que, de una manera casi consciente, caigo en la cuenta de que hoy (una vez más) no podré desearle un feliz cumpleaños.
Tampoco podré decirle lo mucho que la amo ni comentarle acerca de la falta que me hace su compañía: sus anécdotas, sus enojos, su sonrisa.
Pero acá me tiene, igual que todos los años: echándola mucho de menos; recordando, poniendo en práctica todo lo que me ha enseñado y tratando de ser la mejor versión de mí mismo.
Aunque no me amigue con las reglas del juego que nos impone la vida, siempre trato de confiar en que todo ocurre en el momento necesario. Que los golpes, los tropiezos y las heridas llegan cuando estamos listos para resistirlas. Nunca antes, nunca después.
Hace dos años, para esta fecha, recuerdo que sonó el timbre del departamento. Me acerqué a la puerta, y era una señora del edificio que necesitaba ayuda. Le abrí y la invité a pasar. Y por poco más de una hora, me senté a conversar con ella. Casi con la certeza de que Elsita estaba presente en esa señora. Y que había elegido esta fecha tan especial para ambos, para brindarme una sorpresa.
Siempre fui partidario de ayudar a la gente mayor, porque en algún punto (como nieto de fabulosos abuelos) sentía que, si lo hacía, la vida iba a ser recíproca con los míos, y, de necesitarlo en algún momento, no les haría falta nunca una mano.
Hoy que ya no están, aún lo sigo haciendo. Les sigo prestando mis oídos, extendiéndose mis manos al bajar del colectivo, y ocupándome de cualquier favor que necesiten. Porque hay costumbres que nos acercan un poco más a esos sentimientos que compartimos con aquellos seres que hoy ya no están. Y yo decido hacerlo así.
Tengo mucho para contarte, Elsita, y unas ganas enormes de invitarte a merendar a casa. ¡Bah!, a que conozcas mi nueva casa.
Te prometo que este año va a doler menos; que será el comienzo de muchas cosas lindas, que me permitan acercarme a ese niño que disfrutó tanto de tu amor. Que todo aquello que emprenda será mirando hacia adelante. Porque, gracias a tu recuerdo, comprendí que para encontrarte debo dejar de ver hacía atrás y comenzar a pensar en todo aquello que venga por delante.
Falta mucho para ese encuentro, y debo producir muchísimas anécdotas para que ese llamado telefónico, o esa merienda, dure demasiado.
Sólo espero que estés disfrutando de tu cumpleaños, y te pido que no te enojes por mis palabras.
Como diría Fabián Recendez en Pedacitos de alma y corazón: «Comprende que no te puedo olvidar de golpe, necesito tiempo, reconstruir mi alma, sanar mi corazón, extrañarte cada vez menos, dejarte ir de a poco; aprender a vivir sin vos. Por favor, sólo comprende. Fuiste demasiado importante para mí; déjame olvidarte, a mi paso».