Trabajar y relacionarme con una población que oscila entre los 16 y 30 años me permitió notar que a los sufrimientos que nos confían los pacientes, se le sobreañaden algunos asociados a la vocación. Como consecuencia, pregunto lo siguiente: ¿No será a la inversa? ¿No estaremos frente a una situación en la que lo que prima es un conflicto vinculado a lo vocacional que produce otro conflicto superficial facilitado o engendrado por el primero?
Podemos pensar, entonces, que la vocación presenta dos características:
- Articula lo profesional/ocupacional con la salud.
- A diferencia de lo que circula a raíz del imaginario social (en cuanto a pensar lo vocacional como sumatoria de capacidades y habilidades innatas y adquiridas de una persona), los psicoanalistas tendemos a pensar lo vocacional como algo que implica una integración o fusión de todo lo que somos para decidir después con qué serlo y a la manera de quién serlo.
Por ejemplo, se puede «ser» con animales, con gente, con ideas, etc., y también a la manera de un médico, de un bombero, de un oficinista, de un cura, etc.
¿Qué está pasando entonces?
En primer lugar, algo de la cultura actual está evidentemente produciendo un impacto en relación a la elección vocacional; en segundo lugar, hay algo inconsciente que se pone en juego. Me refiero a cuestiones vinculadas a la identidad que responden a momentos evolutivos y que hoy por hoy se extienden hasta los 30 o 35 años.
Lo ideal sería poder elegir una actividad en la que nos podamos desarrollar plenamente como personas; y esa elección debe enfrentarse y construirse porque el desarrollo posterior de nuestra identidad vocacional dependerá de la resolución que se haya tomado en el momento de «crecer». ¿Por qué digo crecer? Porque ese pasaje del colegio secundario a la elección de una profesión/ocupación es uno de los duelos más intensos que un ser humano puede vivir. Y esto, curiosamente, no se siente como si estuviera sucediendo. No solemos ser conscientes, pero inconscientemente reflejamos este conflicto en otras escenas.
Es entendible, y debemos permitirnos concientizar el miedo por el nuevo camino y la nueva realidad. ¿Acaso no asusta pensar en atravesar una carrera universitaria? ¿No angustia pensar en la desocupación o en algo tan significativo como tener que insertarse en el primer trabajo? Ese duelo —por lo tanto— se presenta en función de una serie de cambios en los objetos, en la personalidad, en los lugares que ocupamos para los demás y en las posiciones sociales en las que nos reubicaremos.
Hacemos duelo por la escuela, los compañeros, el «mundo color de rosa» de la niñez, la imagen idealizada de los padres como seres «superiores» y «protectores», etc. Es importante esto último porque —en muchas personas— la dificultad para transitar la educación universitaria está vinculada a la negativa inconsciente respecto de ser «pares» o «mejores» que los padres; sería como una imposibilidad de perder a esos padres omnipotentes que nos cuidan y nos hacen de referentes. Elegir implica destruir, despedir, soltar, cambiar… Implica «separación».
- Esto suele producir defensas que se manifiestan mediante síntomas frecuentes: Identificación a figuras-modelo a quienes la persona «imita o copia» (identificación salvaje).
- Fantasías omnipotentes del tipo «puedo todo» (haciendo dos carreras, por ejemplo)
- Elección de una profesión y un hobby por no poder integrar aquello que nos gusta de tales actividades en la ocupación principal.
- Distorsiones o dificultades en el manejo del tiempo (miedo a perder el tiempo como si se perdiera el sí mismo, o viceversa: «si no hago nada el tiempo no corre y me aseguro de no perder/cambiar nada»).
- Éxitos vividos con culpa (cada paso que acerca a la elección, angustia).
¿Cómo hacer una elección responsable?
¿Cómo integrar el «quehacer» con el «ser»? ¿Cómo atravesar sanamente ese duelo tan difícil que implica asumir una nueva identidad que nos pone en el mundo de los adultos? En primer lugar, al pensar en la elección vocacional tenemos que aprender a pensar que las capacidades, habilidades, preferencias se modifican con el transcurso de la vida, y que disfrutar de lo que hemos elegido va a depender del tipo de vínculo que establezcamos con ello.
Por ejemplo, al elegir una carrera solo porque tiene salida laboral, nuestra meta se cumplirá al conseguir un buen trabajo y, a partir de ese momento ya no habrá nada más que nos permita gozar de nuestro día a día.
Entonces… pensemos cuán importante es detectar la diferencia que existe entre «quién ser» y «qué hacer». Cuando nos preocupamos solo por el qué hacer, estamos en problemas, dado que lo recomendable y sano es realizarse realizando… Recién cuando logramos ajustes significativos en las dificultades manifestadas en el estudio y/o el trabajo podemos decir que el sujeto alcanzó su identidad ocupacional. Por lo tanto, la identidad ocupacional es un aspecto más de la identidad personal.
Implica terminar de definir la identidad por la sencilla razón de que nuestra vocación es parte de nuestra personalidad, y viceversa. Pero ¿qué es la personalidad? Se traduce en la sensación de «yo soy yo», y tener un «yo» implica una adaptación a la realidad (el punto justo entre la originalidad personal y la aceptación de pautas sociales), identificaciones sutiles, sentido de realidad (coherencia entre la acción y la finalidad), adaptación del pensamiento, etc.
Para poder elegir hay, que contar con un «yo» y con una «personalidad» a la cual integrar la nueva identidad que incluye la vocación… Pero hay algo más: Pensemos que las ocupaciones se consideran siempre en relación con las personas que las ejercen (nunca gozan de neutralidad afectiva), se relacionan con lo que nos transmitieron adultos significativos (grupo familiar, grupo de pares, grupo social, imaginarios de género). Es por eso por lo que hay que resolver estas cuestiones y contar con información y apoyo para poder elegir libre y responsablemente.
Dicha resolución vendrá acompañada de una sensación de quién es uno y quién no es; quién quisiera y quién no quisiera ser; quién cree que debe ser y quién cree que no debe ser; quién puede y quién no puede ser; etc… Pero esto es necesariamente producto de un proceso que comienza desde que nacemos y que es influenciado también por la sociedad «de turno».
Actualmente, el concepto mismo de trabajo ha cambiado: cada vez está más vinculado a recibir un ingreso, a un deber. Se trabaja para obtener más ingresos y consumir productos. Hay una marcada disyunción entre el mundo del trabajo y del ocio que instala una especie de «síndrome de adolescente social» caracterizado por dudas respecto de los estudios y respecto de los criterios para elegir.
¿De qué manera se elige cuando nos atraviesa esta sociedad? Se recurre a los mandatos familiares, el prestigio social de cierta profesión, a la ilusión de una salida laboral, al éxito mediático de ciertos profesionales… o lo que es también frecuente: estudiar por el desprestigio que puede acarrear no hacerlo y por pensar «no me quiero morir de hambre por hacer lo que me gusta». Por lo tanto, es importante redefinir, resignificar, ser conscientes de lo que implica verdaderamente la vocación.
Se trata de que la persona sepa qué es lo que quiere hacer, de qué manera y en qué contexto. Se trata de encontrar afuera aquello que coincide con nuestro interior y que se manifiesta como ocupación. Esto implica integrar, reparar, reencontrarnos con nuevas formas de las mismas satisfacciones y objetos a través de los cuales nos constituimos como personas.
No por nada, el término vocación —que proviene del latín vocatio— indica la acción de llamar y ser llamado, y este llamado implica que se aúnen dos cosas: la representación de una profesión (como quehacer de la cultura) y un cierto «quehacer individual».
Ese quehacer singular/individual sería nuestra «elección elaborada» y nos permitiría disfrutar y ejercer realmente nuestra identidad profesional/personal como composición de nuestra subjetividad. En otras palabras, no es más que ciertos llamados de la infancia que se han reencontrado con llamados actuales instalando la identidad adulta.