Desde que conocí a Pepi, incorporé a mi catálogo de amigos una cantidad cada vez más amplia de argentinos. Juan, Lore, Diego, Funci, Seba, Antonella… Porque Pepi es, como decimos los venezolanos, “una nota” (persona chévere, desenrollada, alegre) y apenas al llegar a esta tierra caribeña, mostró la amplitud y simpatía que la caracterizan, y formó parte de un grupo de amigos que compartimos, bailamos, viajamos, celebramos, interactuamos a más no poder. Y siempre traía de visita amigos del sur y ellos también se unían a la cofradía. Todos ellos eran porteños, del Gran Buenos Aires, unos de capital y otros de provincia, y todas personas amigables y solidarias. Y luego, nos tocó a nosotros los caribeños visitar Baires, y nos recibieron con los brazos abiertos. Cada amigo porteño con que he compartido me ha tratado como hermano, y su familia como hijo. Por eso, más allá de los amenos chistes sobre el porteño egocéntrico y latoso (que yo también hago), me es imposible tener un mal concepto de ellos.
¿Será que nos llevamos bien porque no se parecen a nosotros, y los opuestos se atraen? En el subcontinente; ellos son del extremo Sur, nosotros del extremo norte; ellos viven para el futbol, nosotros para el béisbol; las playas de ellos son gélidas, hasta en verano, las nuestras calientes y con palmeras; nosotros estamos americanizados, ellos están europeizados. Y en idioma, ¿hablamos la misma lengua? Mis amigos argentinos se metieron en más de un aprieto cuando hablaban su castellano del sur. Apenas llegar al país, una contadora amiga de Baires estaba pidiéndole a un colega venezolano que le dejara ver su machete (sus anotaciones), palabra que en Venezuela tiene un fálico significado. Su amigo le devolvió el favor ofreciéndole a probar helado de coco en su concha (cáscara), palabra que en Argentina tiene un vaginal significado.
Pero al final, ambos somos latinoamericanos, y ese rasgo que nos une histórica y culturalmente, es lo que nos recuerda, a veces con lamentable crueldad, que somos tan parecidos como gemelos. Porque ambos estamos sometidos a nuestra mayor tara, a esa bomba de destrucción masiva inventada en este continente, que los demás occidentales no entienden: EL POPULISMO.
Los analistas europeos o norteamericanos no saben con qué se come esto, porque sus esquemas sociales son distintos, pero nosotros no nos engañamos, sabemos que el populismo es esa piedra que cae una y otra vez sobre nuestras vidas para de alguna forma jodernos (así mismo, jodernos), como la piedra que martirizaba a Sísifo. Aun cuando lo disfracemos de batalla ideológica, le demos el nombre de Revoluciones o Contrarrevoluciones, lo intelectualicemos, lo volvamos una categoría práctica o teórica, le pongamos nombres o apellidos distintos; pero al final, siempre a cada nación latinoamericana le toca probar los efectos devastadores de este cáncer.
Tú, que eres latinoamericano y lees esto, sabes que es así, no necesito explicártelo, ya que es un mal tan de nosotros, que termina siendo una lingua franca. Y en este momento la rueda de la fortuna hace que Argentina y Venezuela sean los dos más destacados antipaladines del caos en Sudamérica, llenos de crisis, inflación, destrucción de la economía, delincuencia, miseria, revolución, corrupción, perorata… llenos y rebosantes de populismo. New York Times dice que Argentina puede ser el próximo Venezuela. Y todos dicen que Venezuela es la nueva Cuba. Y yo digo, quiero vivir lo suficiente para ver al menos el inicio del fin de ese monstruo de mil cabezas llamado POPULISMO del continente. Ya estoy cansado de “socialismo” (uno de los disfraces del populismo), quiero ir a tomar mate y comer facturas en el barrio de San Telmo sin pensar en Cristina y su camarilla, y que mis panas porteños vengan de nuevo a bañarse en unas playas caribeñas libres de “revolución”. Bis Bald.