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Sr. Jacques Derrida:
La lectura es re-interpretación del fragmento, después demolición, construcción de lo destruido, unido y vuelto a destruir; discontinuo que reserva ese fragmento, puente o tren descarrilado. Algo se produce sin producirse, después… deletreo lo que se ausenta, lo que permite el hueco, la instalación del naufragio, lo que permite que nada se diga de otro modo, que se reinvente sin revertirse, por esto, la locura, la desconsideración, el lenguaje quebrado y hurtado, el enfermo lenguaje íntimo, el símbolo atraído sin reserva en el mensaje. El mensaje invocado y repelido es la nada del mensaje. La criptografía es de Pizarnik, de Kafka, es, tal vez, de alguien que rehúye al escribirse.
Cuando Ud. dice que la escritura a la que uno se aboca será irremediablemente (esta palabra la agrego yo) de «dominio público» (y pongamos por caso que así fuera), debería uno copiarlo en la memoria, retenerlo a toda costa antes de ser página de libro. ¿Está diciendo que, por ser por única vez, no nos queda otra que aplicarnos a la tarea de la no-escritura? La memoria aprehende en determinado lugar, si se hizo lugar, ahí está, ocupa, es extensión, amplitud siendo imposible borrarla. Así como no nos es posible, una vez que está clavada en la página, destruirla, aun haciendo nuestro mayor esfuerzo.
Entre paréntesis, he tenido sueños muy profundos que han escapado de mi memoria, o, por lo menos, conscientemente no he podido retener su lugar ahí. Si llevo esta experiencia al campo de la escritura, del texto, puede pasar que la conciencia no tenga un valor relevante respecto a su lugar en la memoria, en la mente, más bien oscurece ese lugar de privilegio, lugar-memoria para lo que se quiere decir y lo que se oculta en el decir del decir. Así como en el sueño, el texto se hace lugar afuera, un afuera que también es profundo; la incógnita. Innegable y maldita incógnita. Por otra parte Ud. me escribió en La difunta ceniza; creo que ese texto es su experimentación y la mía, de aquí que me atrevo a dialogar con Ud. La lectura es visualizar en el abismo su parpadeo, la dirección de sus ojos, la circunspección marcada por el dedo en la comisura.
De todas formas, no se deje seducir por mis palabras, continúe adelante, avance como si yo no estuviera ahí, en el abismo. No sea cosa que se distraiga con mi impetuosa presencia. Concentración y dispersión dan una misma intensidad. Quiero decir ni juntos ni demasiado distantes, en un punto, un ángulo, una circunvolución desde donde todo sea reflejado-proyectado-eyectado sin imperfecciones, o con la máxima imperfección donde todo se observa desde el prisma. Es posible, siempre posible, aunque imposible, detenerse. Un cristal, una mirada en todos los sentidos, una única vez para siempre y que todo desaparezca de una vez (como bien lo dijo). ¿Es posible que todo suceda tan rápido? (Sin tomar el tiempo como medida, sino como sensación). Y después la «tumba» (uso su sabia palabra). Por otra parte, desconfío de la trascendencia. Cuando pienso en ella, la intención que está ausente reaparece en el lugar común y todo se evapora instantáneamente como una experiencia infantil. Lo verdaderamente importante es lo que nace de lo que no tiene la menor importancia. De aquí nace todo. No tiene ni la más mínima importancia, justo ahí nace la creación. Lo significativo es lo insignificante.
¡Ah! Las puntuaciones, los ritmos, la descentración.
Leerlo es leerme, lo que me inclina a abandonarme a esos extraños «acontecimientos» cargados con la pregunta fundamental ¿Para qué todo esto?
Escribir sin protección ni salvaguarda, sin escamotear el fondo. Escritura del estallido y de la «llamada», «cenizas» de lo que soy.
P. D.: Cuídese de los que insisten en arrebatarle sus propias cenizas porque las cenizas tienen pertenencia, aunque desaparezcan. Cuídese de las mías.
*La imagen que encabeza esta nota es una ilustración de Jacques Derrida que fue usada en la portada de su libro Learning to live finally. The last interview.