Existe una guerra silenciosa y latente en cada uno de nosotros. Una batalla que pocos asumimos, que pocos queremos enfrentar. Insistimos siempre en huir de aquel cuarto oscuro, en vez de presentarle batalla a la oscuridad.
Existen heridas que no sanan, palabras que no encuentran refugio alguno, sentimientos reprimidos y angustias que no decantan en ningún lugar. Porque, en definitiva, lo que no se dice también ocupa espacio. Y así, sin más, las heridas nunca se cierran.
Dicen que mañana te va a costar menos; que lo que no te mata te fortalece, y que seguramente puedas con todo tu pesar. Pero eso recién lo vas a comprender cuando decidas levantarte de tu sofá, quitarte el nudo que te aferra a su comodidad y enfrentarte al espejo, ese mismo que, sin necesidad de mentir, te va a mostrar todo aquello en lo que te abandonaste.
Tal vez perdiste aquella oportunidad de decir que algo no te gustaba, capaz obviaste partir de aquel lugar que simplemente te incomodaba, y seguro más de una vez acabaste por condenarte a un silencio innecesario.
Para priorizarnos, primero tenemos que compartirnos. No hay un yo sin otro yo. No hay una respuesta si no hay una pregunta. Y, definitivamente, no hay una meta si no hay una salida.
Llegó el tiempo de cambiar de juego. Porque ahora te toca despertar y abrazarte, de una vez por todas, a la realidad de tus lágrimas. A esa indiscutible verdad que no hace más que recordar lo vivo que estás y lo valiente que fuiste al haber transitado por semejante pesar.
Es tiempo de que saques afuera todo eso que ocupa espacio dentro. Te queda un mazo repleto de cartas en tu bolsillo… Y, ¿sabés qué?, ¡es tu turno!