Le dije que no se preocupara. Es que se preocupa por todo. Y se preocupa por nada. Como todas las mamás. Entonces es mejor prevenir.
Le dije que voy a llorar. Le anticipé que voy a sufrir. Que posiblemente voy a gritar como si estuviese pariendo un hijo. Que voy a putear como si me estuvieran saliendo quintillizos y que quizá, simultáneamente, sonría, como si esos bebés realmente fuesen míos.
Le dije todo. Le dije que si me duele el pecho no llame al médico. Y que si me tiemblan las piernas y las manos no es porque tenga frío. Que la piel de gallina es algo normal en momentos así y que la taquicardia no va a pasar a mayores. Que si ve que me muerdo las uñas de las manos no me diga basta. Porque va a ser peor. Que si ve que me pellizco la piel, me acaricie y me diga que todo va a estar bien, que vamos a ganar, que no vamos a perder por penales. Que Alemania no nos va a dejar afuera.
Le dije más. Le advertí que mis lágrimas serán gruesas, espesas y húmedas. Pesadas. No como las que conoce. Estas son nuevas. Reconvertibles. Aquellas que aparecen cada cuatro años justo cuando comienza la Copa del Mundo. Y que no tema, porque caerán sin control y probablemente ni yo me daré cuenta. Le dije que los ojos se me nublarán hasta dejarme casi ciega. Se me hincharán hasta dejarme casi como el Jorobado y se me pondrán rojos casi como el Chapulín. Pero son lágrimas de Mundial. Lágrimas de emoción. Lágrimas celestes y blancas. No transparentes. No invisibles. No irrelevantes.
Incluso le avisé que si digo groserías sobre su mamá o su hermana o la lora, no es porque tenga algo en contra de ellas. Amo a mi abuela. Amo a mi tía. Amo a la lora. Pero que me entienda. Si igual después TODO PASA. O eso dice Grondona. Cualquier cosa que hable con él. Viamonte al 1366, esa es su dirección.
Por último, le prometí varias cosas. Demasiadas quizá
Le dije que si ganamos lavo los platos, los cubiertos y los vasos. Barro el piso de la cocina, del comedor, de las habitaciones, del living, del garaje, de la vereda y del baño. Me encargo del cuidado de las plantas, de las flores, de la huerta, de la enredadera, del estanque y del balcón. Le hago masajes por más de media hora en cada pie a pesar de que odio los pies. Y me comprometo a cuidar a mis hermanitas todos los fines de semana y todos los feriados habidos y por haber.
Le juré que si ganamos, hago un posgrado. De lo que sea. Física cuántica especializada en cosmología basada en ingeniería fotónica, nanofotónica y biofotónica. Y que ordeno mi cuarto y descuelgo el póster de la despedida de Palermo. Y que, si tanto insiste, guardo de una vez por todas la camiseta de Boca del 2003 firmada por Román que ocupa la mejor percha de la casa y tres cuartos del placard.
Le aseguré que si ganamos voy a visitar a la Tía Gertrudiz que vive lejísimos y que le voy a llevar las mejores facturas de Buenos Aires y le voy a cebar, con una sonrisa de feliz cumpleaños en la cara, los chiquicientos mil mates que quiera tomar. Y que, al irme, la voy a saludar con un beso en la mejilla. Como a ella le gusta. Nada de cachete con cachete.
Y finalmente le certifiqué que, si ganamos, no me van a llevar presa por colgarme del mítico obelisco desnuda. Ni voy a salir en la tapa de Clarín gritando “para Cristina que lo mira por TV”.
LO ÚNICO QUE NO LE DIJE ES QUÉ PASA SI PERDEMOS.
AY, SI PERDEMOS.
SI PERDEMOS MAMÁ.
AY, SI PERDEMOS NO TE ASUSTES MAMÁ.