Hace un tiempo me pasó algo atípico. Entré a Facebook, como lo hago casi todos los días —ya sé que es una red social para mayores de cincuenta, pero, aunque yo tengo algunos menos, me divierte ver las publicaciones de los demás viejos (sí, soy re chusma, y qué)—, y veo una notificación: una persona masculina me había enviado una solicitud de amistad. Entonces, como siempre hago cuando pasa algo así, entro al perfil a ver quién era, solo de chusma. Había varias fotos de una familia muy feliz, un hombre y una mujer en un casamiento lujoso, también había fotos de tres nenes en el parque Disney, que supuse eran sus hijos pequeños. Me quedé pensando y mirando las fotos un rato para saber quién era, si lo conocía de algún lado, si teníamos amigos en común, pero, la verdad, no recordaba nada de nada, así que lo acepté en el momento en que me acordé, como tres días después. Sí, tengo un problema: me olvido rápidamente de las personas, de las cosas y de cómo me llamo. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Me acordé de que era un excompañero de la secundaria, al que desde ese entonces no veía.
Me gustaría preservar la identidad de esta persona, ROBERTO GOMEZ, así no tengo problemas una vez que haga pública esta historia. No bien lo acepté, me envió un mensaje motivacional que decía: «Amigo mío, cómo estás, tanto tiempo, te cuento que yo estoy excelente, tengo una esposa maravillosa, unos hijos hermosos y, sobre todo, gano dinero en mi propio negocio». Yo ahí mismo pensé: «Este muchacho tiene la vida resuelta, y yo luchando para llegar a fin de mes (sí, tuve mucha envidia, lo admito)». También fui muy inocente en creer en su mensaje. Después de unos días de charlar vía chat en Facebook, organizamos una reunión, para hablar de los viejos tiempos. Yo no quería que viniera a mi casa, ya que no quería que viera la pobreza de rancho que tengo, así que traté de buscar una excusa para poder ir a su casa, pero no funcionó. Siguió insistiendo para venir a tomar unos mates (que es la bebida típica de los argentinos), entonces, le dije que sí. A las pocas horas llegó en una bicicleta antigua toda despintada (mi bicicleta era mejor que la suya). Yo pensaba entre mí: «Dónde dejó el Ferrari rojo este tipo». Nos saludamos en la puerta y entramos en mi rancho, o sea, en mi casa de pobre.
Hablamos de todo un poco. Nos acordábamos de anécdotas, después hablamos de política, de religión, de fútbol. Me contó que tenía una casa estilo mansión, que vivía en un barrio privado, que sus hijos iban a una escuela privada, que viajaban por todo el mundo y que tenía una mascota blanco y negro (lo primero que pensé fue en el perro de la película 101 dálmatas). Me contó miles de cosas más, pero su aspecto era de un pobre tipo. Yo estaba anonadado por el estilo de vida que llevaba, y la envidia me carcomía todo el cuerpo, hasta que no aguanté más y le pregunté cuál era el negocio. Lo primero que pensé es que vendía droga, y que era el capo narco más grande de Argentina, pero no era eso. Me contó que su negocio consistía en vender productos en una compañía multinivel internacional, y que su rango en la empresa era el más alto para vivir muy bien. Me explicó lo que tenía que hacer para ganar igual o más que él. Mis ojos brillaron, y empecé a imaginarme nadando en una piscina llena de dólares; más me explicaba, más soñaba despierto que conducía un Ferrari rojo por el barrio en donde vivo. Después de varias horas de charlar sobre el negocio MULTINIVEL de la compañía internacional, quedamos en que yo tenía que hacer clases online de motivación, de historia de la empresa, de economía, de ventas online y otros cursos más.
Pasaron los días y los meses, y lo único que veía eran clases online, o sea, pérdida de tiempo y nada de dinero. Entonces llamé a mi amigo y le dije que no estaba viendo los resultados, y él me convencía diciéndome «esto es un negocio de mucha paciencia y mucho estudio», a lo que yo le respondía, «pero eso no paga mis comidas ni mis cuentas».
Después de todo eso, le comenté a mi amigo que quería que nos juntáramos en su casa (yo quería conocer su gran mansión) para que me ayudara con este negocio más detalladamente, pero ya no tenía la misma actitud conmigo que tuvo en los primeros días.
Un año después, yo todavía seguía estudiando (parecía que me IBA a graduar en HARVARD) y no recibía un solo dólar a cambio. Había invertido 199 dólares más IVA para comprar esos productos, que ya por ese tiempo estaban todos vencidos (y encima me había gastado todos mis ahorros). Este muchacho ya no contestaba mis llamadas, y yo quería decirle que este negocio era un asco, que ya no quería saber más nada, que solo me había hecho perder el tiempo y que me había hecho entrar solamente por la parte psicológica del reencuentro.
Un día veo en las noticias que esta empresa de multinivel internacional se caía a pedazos económicamente, y quedaba en quiebra. Ahí mismo agarré las llaves de mi bici y empecé a pedalear rápidamente hasta llegar a la dirección que me había dado a las afueras de la ciudad. ¿¡Y con qué me encuentro!? Con terreno vacío y una vaca comiendo pasto. Cuando me acerqué, me miró y me hizo «muuuu». Mientras miraba a la vaca comer, lo llamé por celular. Una operadora me respondió: «El número al que usted llama esta fuera del área de servicio o se encuentra apagado».
Si este muchacho supuestamente tenía un Ferrari color rojo, ¿por qué vino en bicicleta? ¿Por qué tenía una mansión y ahora solo veo pasto muerto? ¿Y sus hijos felices dónde estaban? ¿Por qué no atendía mis llamados? ¿Por qué se me dio por aceptar a este muchacho en Facebook? ¿Porque esa vaca me miraba y decía «muuuu»? ¿Esa vaca era acaso su mascota blanco y negro? Son preguntas que nunca obtendrán respuestas.
Moraleja: cuando veas una solicitud de amistad de un excompañero en Facebook y te envía un mensaje motivacional, no lo aceptes, porque podés quedar solo con una vaca de mascota mirando el horizonte.