Cristóbal Colón —primer cronista de América— recoge en su Diario de viaje las impresiones que provocan en él el paisaje y el hombre americanos. Para Colón, la naturaleza del Nuevo Mundo es comparable a la de un Paraíso Terrenal. La fertilidad de las tierras, el tamaño de los árboles, la abundancia de los ríos y el canto de los pájaros suscitan su admiración en forma continua. El verde de las plantas y de los árboles (que «parecen que llegan al cielo») lo asombra y le recuerda, con sus diferencias, el colorido descrito en los libros de caballería. Indudablemente, la imaginación de los europeos halló en estas descripciones la validación de mitos y leyendas inmemoriales.
Pero, además de darle tantos motivos de especulación y fantasía, América le proporcionó a Europa un léxico nuevo. Ya en 1493, Colón y sus compañeros hablaban de las canoas indias, y Nebrija, el gran humanista y gramático, no dudó en registrar de inmediato el término. Aparecieron también nuevas palabras en los escritos de fray Bartolomé de las Casas, Bernal Díaz del Castillo, Hernán Cortés y Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que enseguida se difundieron por el mundo entero: tabaco, maíz, hamaca, sabana, caníbal, del taíno de las Antillas; huracán, del quiché de Yucatán; piragua, manatí, del Caribe; cacao, chocolate, chicle, tomate, tamal, coyote, del náhuatl de México; quinina, alpaca, guano, del quechua del Perú; coca, del aimara. Luego fueron los objetos mismos que esos nombres designaban. La hoy humilde raíz de la batata fue en su día una de las golosinas más apreciadas en las mesas europeas. La historia del tabaco no es menos pintoresca.
Algunos de los animales y plantas se adaptaron tan bien al Viejo Mundo que en ocasiones se ha olvidado su verdadero origen. Así, el opulento Oriente se apropió del pavo, cambiándole su nombre en algunos casos (en inglés, turkey, tal vez porque fueron los europeos quienes enseñaron a los turcos a criar el ave en cuestión), y del maíz, el trigo indio, que los italianos llamaron grano turco. Seguramente confundidos por esto, muchos escritores incurrieron en terribles ucronías. Victor Hugo le atribuye campos de maíz a Caldea en un poema; Flaubert, tras haber tomado todos los recaudos arqueológicos para ofrecer en Salambó una reconstrucción impecable de Cartago, adorna el paisaje africano con nuestro cactus espinoso, que era allí un recién llegado, y Jean Giraudoux, en su Electra, introduce tomates en plena Grecia antigua.
La pintura europea también incorporó de forma ucrónica la flora y fauna de América. El cactus no tardó en hacer su aparición en los cuadros sobre la vida de Cristo, dentro del árido paisaje de Tierra Santa. Asimismo, cuando Rubens copió el cuadro de Tiziano que representa a Adán y Eva en el Jardín del Edén, puso entre los árboles un papagayo. Ahora bien, si comparamos el original de Tiziano con la copia de Rubens, vemos cómo el arte del Renacimiento se transforma en el del Barroco. Curiosamente, el símbolo de ese cambio es un exótico pájaro de la selva americana.
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