Por Julian Lambert | Argentina
¿Y si la explicación al colapso vial estuviera en las veredas?
El desplazamiento es sin dudas una cualidad primordial de los seres vivos animados, más específicamente, los animales. Como tales, nosotros, los humanos, nos movemos constantemente en pos de satisfacer nuestras necesidades o simplemente por el gusto de experimentar la traslación. El movimiento por el puro movimiento, como lo es bailar. Entre los animales, todos con la posibilidad de desplazarse, nos solemos considerar superiores. Sin embargo, una nutrida manada de búfalos puede atravesar una planicie a altas velocidades sin tropezar siquiera uno, mientras una manada de humanos no puede superar un ligero embotellamiento en una autopista, que dicho sea de paso, está especialmente diseñada para un transitar fluido y sin “tropezones”. Algo pues no funciona.
El ser humano y su cada vez más sofisticado modo de vida han creado vehículos para evitar recurrir al desplazamiento impulsivo que representa caminar. ¿Cómo vamos a utilizar las piernas, que en el mejor de los casos son dos y no tienen repuesto, si podemos en su lugar valernos de algún artefacto que nos lleve y nos traiga satisfaciendo nuestra sed de movimiento?
Claro, si multiplicamos este pensamiento por la cantidad de habitantes y los ponemos a todos en la calle con sus autos, equivalentes a unos ocho búfalos, cada uno queriéndose mover para quien sabe dónde, el resultado es inevitablemente el caos. No hay planicie que aguante, ni autopista, ni camino de cintura. Caos.
Pero no estoy aquí para hablarles de lo evidente. Hay una lógica que subyace a todo este descontrol, una lógica que responde al mero movimiento, al desplazamiento más primitivo: caminar.
Sé que hay a quién pueda parecerle mentira, pero hay gente que aun camina en el siglo XXI. Peatones. En ellos radica la punta del meollo que luego de un proceso, que podemos llamar simplemente “aprender a manejar”, se transforma en este inconmensurable caos al que venimos haciendo referencia. Porque un conductor no es más que un peatón con navaja.
El caos que reina en las calles, se ve, se vive, a su escala, en las veredas. La gente no logra aun adquirir un sentido de desplazamiento racional, acorde al nivel de vida que tenemos y a las cantidades que somos. Un búfalo sabe que en su carrera por el llano un mínimo corrimiento hacia uno de sus laterales o un descenso abrupto en la velocidad pueden ocasionar un tropezón en masa con consecuencias trágicas. Un humano, increíblemente, no entiende mucho de ello.
Ahí va, un humano modelo 1935 a paso de tortuga caminando por el carril rápido de la vereda; o ahí va otro zigzagueando mientras escribe un mensaje de texto; o mirá… ahí justo sale uno arrebatado de un edificio y se lleva puesto al trencito de transeúntes que pasaba por esa cuadra. Es cuestión de pararse un instante a un costado (por favor) y observar. Es tal la brutalidad, el desconocimiento del otro y la negligencia para desplazarse que no ha de resultar extraño que luego, esas mismas personas, se estrellen contra lo primero que se les cruce cuando se suben a un vehículo. Transpolación, ni más ni menos.
Podemos concluir, entonces, que el caos de tránsito automotor es una consecuencia del caos peatonal. En una vereda un choque no significa mucho más que un “disculpe” y a seguir. En una calle o una ruta, al volante de un vehículo, una colisión probablemente mate. Nuestra falta de educación y respeto por el otro, evidente en el tránsito automotor, puede que encuentre su raíz en el mero transitar peatonal. El día que seamos conscientes de que no vagamos solos por este mundo y de que nos rodean miles de personas con sus triunfos y penurias cotidianas, ese día quizás podamos, cual búfalos, atravesar en malón una planicie (o una ciudad) sin siquiera tropezar.