Recuerdo ser niña y escuchar atentamente la canción Penélope, de Joan Manuel Serrat, y si bien su música me conmovía muchísimo, eran sus palabras las que me generaban distintas sensaciones. Por un lado, me asombraba la actitud de esa mujer dispuesta a esperar el tiempo que fuera necesario el retorno de su amado; luego, la extrañeza de que, a su llegada, y muy a pesar de los años, no lo reconociera, hecho que, a él, por supuesto, lo llenaba de tristeza.
Si me lo pongo a pensar ahora, creo que lo que más me impactaba —y quizás lo siga haciendo— es cómo los seres humanos anhelamos algo (o a alguien), lo imaginamos, vivimos e idealizamos, aunque después nos cueste ver que la realidad difiere de todo aquello; pero esto lo dejaremos para otro escrito. Lo que nos trae hoy acá es reflexionar sobre los cambios, en la actualidad, en los tiempos de espera, y si el que espera, verdaderamente, desespera.
Esa misma niña que fui tenía amigos por carta, a los millennials que lean esto les parecerá del siglo pasado, y sí lo fue… pero en serio, hace treinta años atrás no existían los celulares en nuestra cotidianeidad, de hecho, había casas que no contaban con teléfono de línea, por lo que el correo era un excelente medio de comunicación y no como ahora, casi exclusivo de envíos de compras online.
Con mis amigos que vivían en otras ciudades de la Argentina nos escribíamos largas cartas contándonos nuestra infancia o adolescencia. En aquellos momentos esperábamos días y noches que el cartero tocara el timbre de casa con esas buenas nuevas; ni que hablar de llegar del colegio y, al abrir la puerta, ver el sobre tirado allí (recuerdo que no me daban las manos para abrirlo). Esperar por algo anhelado se trasladaba a todos los niveles, por ejemplo, existían los videoclubs, traduciéndoles a los más jóvenes, era un local donde uno alquilaba películas en videocasete, de las que, por lo general, solía haber sólo una. Cuando llegabas al video, ibas rogando que no se haya alquilado la película que deseabas ver ese fin de semana con tus amigos o familia. En el mejor de los casos, si eras amigo del empleado del video te la reservaba, pero no era lo más común. Entonces debíamos amigarnos con la espera y sus tiempos, ya que no había otras formas.
Como vemos, cada época trae de la mano cambios en los estilos y ritmos de vida. Si nos fuéramos a otros siglos, mucho más atrás, eran mensajeros a caballo los que llevaban las noticias de, por ejemplo, si habría o no una guerra. Hoy, la prisa con la que vivimos hace que nos desespere si alguien tarda segundos en clavarnos el visto en un mensaje de WhatsApp, aborrecemos las publicidades de YouTube que demoran un video y ni que decir que, con Netflix (o afines), elegimos lo que queremos cuando queremos, sin espera alguna.
Nada es mejor o peor, simplemente es distinto, y de seguro seguirá cambiando. Pero lo que sí considero importante es no perder de vista la idea de que, a veces, las cosas sí tienen su proceso o evolución, y por algo es de ese modo: por ejemplo, un embarazo tarda nueve meses. Si entendemos que el desarrollo evolutivo de cada ser humano es singular, así como su tiempo de atención, comprensión, paciencia, etc., respetaremos más, y sin prisa. Y en lo concerniente a la espera de sucesos o la llegada de cosas, la viviremos mejor si aprendemos a amigarnos con el tiempo de un modo más sano que el de Penélope.