Psicología, Reflexión, Sociedades
Por Pía Roldán Viesti | Argentina
El ser humano es un animal social: no podemos prescindir de los demás porque sin ellos no nos humanizamos. El cachorro humano es el único animal con fallas estructurales de las que no podemos hacer caso omiso. Necesitamos meses –y tal vez años– de crianza para sobrevivir, necesitamos afecto, miradas, brazos que nos alcen, nos lleven, nos traigan, nos enseñen a reconocer sensaciones que, de no venir nombradas y sancionadas desde ese primer otro, no serían más que una especie de prurito invasivo e imposible de controlar.
Dentro de este marco, la alimentación es la primera relación que establecemos con un otro. Cuando una mamá da a luz a su bebé, ese niño no tiene capacidad de registrar qué es lo que su cuerpo siente. Un abrazo –para él– tal vez no sea más que la sensación de ser apretado en ciertas zonas, una invasión muy diferente al estado de placer total en que se encontraba en el vientre materno. Es en milésimas de segundos que el niño –atormentado por la nueva realidad que se plasma en su cuerpo– comienza a intentar sobrevivir… O mejor dicho «cree que está haciendo algo para sobrevivir».
Lo cierto es que hay allí una madre que le da el pecho, lo carga, le neutraliza la sensación de frío al abrigarlo, y le hace creer que –de alguna manera– puede llegar a reencontrar ese estado de plenitud de que gozaba en la pancita.
El niño llora. La madre interpreta ese llanto (lo lee desde su persona); es la madre quien cree saber qué hacer con ese hijo, y –aunque no lo sepa– el amor que transmite es lo que en realidad lo calma.
Con el paso del tiempo la frustración del chico no cesa. Nunca será capaz de reproducir nuevamente ese estado añorado de placer que sentía en el vientre, y cada vez que mame habrá algún nuevo factor que hará una pequeña diferencia. Esto es lo que llamamos frustración. Es natural. Es imposible no frustrarlo un poco al niño.
Es por esto que comencé la nota diciendo que «el alimento es la primer vía de relación con el otro», y el desenlace en relación al desarrollo posterior de cada persona dependerá (en gran parte) de cómo sean vividos estos primeros momentos. Para ser más simple: es la madre la que marca el ritmo y el camino.
Es por esto que no hay ser humano que no tenga –de alguna forma– una relación peculiar con la comida. La comida, en algún punto, representa a los otros, a ese otro que nos marcó y que no tuvo más opción que abusarse de su «saber» sobre nosotros para alimentarnos y no dejarnos solos. Hacer nacer a alguien implica hacer uso y abuso de nuestras interpretaciones sobre lo que necesita el bebé. No podríamos ser padres de no confiar en nuestro poder de saber lo que nuestro hijo necesita.
Pero el límite está en saber que llegado un cierto momento, el niño necesita que nosotros nos sintamos que «ya no sabemos tanto» y en ese interjuego nuestra omnipotencia como dadores de sus necesidades cae para el bebé. Eso permite al niño empezar a perfilar que hay algo más que él y su madre: Una falla tanto suya como de la propia mamá, y en ese movimiento comprende que –por decirlo de manera grosera– tanto él como su madre son «mortales». El alimento entonces se convierte en algo que no importa en sí mismo. Lo que importa es que la madre esté disponible y lo ame para que le dé aquello que representa su amor. Es como si el bebé pudiera pensar: «Ya no importa si me da o no me da mi comida, importa que esta mujer me quiera, de manera tal que cuando quiera algo esté disponible para mí». Lo importante es que aunque se piense en el alimento, paradójicamente el alimento deja de ser lo que el niño necesita.
Es así como el niño empieza a querer ganar el amor de la madre –como algo simbólico– perdiendo el alimento el valor que tenía en sí mismo: se despega la dupla «amor-alimentación». Pero ¿cómo hacer para ganar este amor? Esta pregunta prepara la entrada a un narcisismo necesario, momento en el que el niño necesita –para sobrevivir– seducir a la madre, serle imprescindible. Invita al cuestionamiento sobre quién es cada uno. Y sólo preguntando «quién soy» puede tener entidad propia y humanizarse. Reconocerse y ser reconocido.
Pero ¿qué pasa si la madre demuestra que ese niño es imprescindible para ella? A grandes rasgos, deja de buscar, deja de desarrollar ciertos núcleos de su psiquismo. «¿Para qué hacerlo? –pensaría el nuestro niño si hablara- si con exigirle y llorar lo suficiente, mi madre está para mi».
Es por eso que en la búsqueda de la madre el niño intenta ser el mejor de todos los niños. Pero si la madre no le niega nada, el niño será un pequeño déspota, y no habrá un más allá de esa mamá, esa mamadera, esa relación, porque creerá erróneamente que puede «tener» a su madre a su merced como en la gestación.
Entonces, cuando se frustra al niño y no se responde a la llamada inmediata y caprichosa –aunque lo veamos pequeño y nos angustie–, el niño se ve privado, y cuando se ve privado de algo, comienza a desarrollar su conocimiento de sí mismo como un ser diferente del otro.
Esta es la base de las futuras relaciones sociales, de la empatía, del registro del dolor ajeno, del interés por tener amigos, de amar animales, y de todo lo que implica estar vivo y gozar de eso. En pocas palabras: DE PODER AMAR.
Soportar las privaciones de la existencia es básico para existir. Aprendemos entonces a necesitar que el otro nos de lo que creemos que necesitamos y que el otro tiene. Pero lo que quisiéramos en realidad, es volver al estado de paz y autosuficiencia que teníamos en la panza de mamá. Y esto es imposible.
De eso se trata la vida. Y de eso se encarga el psicoanálisis: Ser simplemente felices por vivir, sentir que nos necesitan como nosotros necesitamos a la vez que sabemos que aunque hagamos los mayores esfuerzos, hay algo perdido que no se podrá recuperar. Y que esa pérdida es patrimonio de todos. La diferencia está en saber o no saber qué hacer con esa dolorosa realidad que nos humaniza, y poder construir un velo que nos permita ilusionarnos con esa completud inalcanzable.