El concepto moderno de razón, deudor de los ideales ilustrados de libertad y armonía social, pero también responsable de engendrar aquellas otras formas que terminarán degradándolos, nutrió política y culturalmente la experiencia de los hombres del siglo XIX. El fracaso del romanticismo como movimiento estético y social coincidió con el desarrollo, cada vez más acelerado, de la Revolución Industrial y la difusión del positivismo como fundamento de una visión científico-técnica del mundo. El comercio prosperaba de manera vertiginosa, permitiéndole a la burguesía en auge producir y vender todo lo necesario para lograr una vida civilizada. La modernidad había alcanzado su punto más alto y cuestionable: la sociedad capitalista.
Aquella cosmovisión hegemónica tuvo su expresión poética en la escuela francesa del Parnaso. Esta escuela, institucionalizada y academicista, se preocupaba especialmente por el despliegue descriptivo y a la perfección formal del poema, es decir, proponía que la poesía fuera tan solo arte prosódico, más bien convencional y decorativo, arte que, en el mejor de los casos, expresara algunos intentos de explicación de lo real. Fue en ese marco que, en 1857, Charles Baudelaire publicó Las flores del mal, contraponiéndose a la moral y a la estética de su tiempo e iniciando el arduo y ambicioso camino de la poesía contemporánea. En esta polémica obra podemos encontrar los rasgos esenciales del simbolismo:
- Oposición declarada al realismo (y, en consecuencia, al positivismo ya mencionado).
- Concepción del mundo como un misterio que el poeta ha de desvelar alterando su inteligibilidad, suspendiendo el juicio lógico y penetrando en los dominios del ensueño.
- Utilización del lenguaje poético como instrumento cognoscitivo, entendiendo que este se encuentra impregnado de misterio y misticismo.
- Búsqueda de una belleza ideal, y de otra decadente, que se manifiesta en la atracción por lo artificial y lo perverso.
Charles Baudelaire ansiaba encontrar las secretas afinidades entre el mundo sensible y el mundo espiritual, algo que él denominó correspondencias. Para ello, se valió de determinados mecanismos estéticos, como la sinestesia (tropo que consiste en unir dos imágenes o sensaciones procedentes de diferentes dominios sensoriales, por ejemplo, cuando se dice del color verde que es «chillón», o de un sonido, que es «blanco»). Estas analogías no son en sí unívocas, no son claves que designen una idea, sino que admiten diversas interpretaciones, produciendo un excedente de sentido, que no es otro que la polisemia característica del lenguaje poético tal como actualmente se conoce. Vale la pena recordar que el propio nombre del simbolismo proviene del soneto «Correspondencias», incluido en Las flores del mal; en él hallaremos la imagen de una naturaleza de cuyas columnas emanan palabras confusas, y la intuición, confirmada por todas las estéticas posteriores, de que el hombre está perdido en un «bosque de símbolos», bosque donde los objetos y esencias más disímiles se alían entre sí. Este poema terminará transformándose en el verdadero manifiesto simbolista, hasta casi relegar al olvido al publicado por Jean Moréas en 1886. A continuación, lo compartimos:
La naturaleza es un templo donde vivos pilares
hacen brotar a veces vagas voces oscuras;
por allí pasa el hombre a través de espesuras
de símbolos que observan con ojos familiares.
Como ecos prolongados que a lo lejos se ahogan
en una tenebrosa y profunda unidad,
inmensa cual la noche y cual la claridad,
perfumes y colores y sonidos dialogan.
Laten frescas fragancias como carnes de infantes,
verdes como praderas, dulces como el oboe,
y hay otras corrompidas, gloriosas y triunfantes,
de expansión infinita sus olores henchidos,
como el almizcle, el ámbar, el incienso, el aloe,
que los éxtasis cantan del alma y los sentidos.[1]
Está claro que, para el simbolismo, el poeta es el único capaz de descifrar el lenguaje secreto del universo, ya que la belleza, en última instancia, se haya oculta en ese entramado simbólico, en esa «tenebrosa y profunda unidad». Esta especie de identidad mágica entre el hombre y el mundo logra revelarnos el alma secreta de las cosas, y la acción del poeta, por medio de la poesía, les dará a esas cosas un valor inédito: las convertirá en epifanías. Baudelaire decía: «En ciertos estados de ánimo casi sobrenaturales, la profundidad de la vida se revela del todo en el espectáculo, por corriente que sea, que tenemos ante los ojos. Se convierte en su símbolo»[2].
Si la belleza tiene que brotar del tejido de los acontecimientos usuales, el poeta tiene que hacer del lenguaje un mecanismo evocador perfecto. Así lo dejó ver Paul Verlaine en su «Arte poética», donde, a través de la musicalización del lenguaje y de la dosificación del claroscuro, puso en evidencia las correspondencias, hizo visibles y aprehensibles los deletéreos vínculos entre los objetos existentes. Pero fue Mallarmé, aún más que Verlaine, el que elaboró una auténtica metafísica de la creación poética. Para el autor de la «Siesta de un Fauno», en un universo determinado por la casualidad, solo la palabra poética puede plasmar un absoluto: el Libro. Este libro supremo y arquetípico (llamémoslo obra, pero obra atávica, ideal y colectiva) pretendía darle al hombre una explicación órfica de la tierra, «devolverles el prestigio a las palabras de la tribu». Stéphane Mallarmé creó un lenguaje hermético y de sintaxis compleja basado en la elipsis, muy cercano al culteranismo español, lenguaje que generaba una tensión platónica hacia un más allá, pero también una conciencia de la poesía como vehículo adivinatorio, así lo deja expresado en el siguiente fragmento:
Nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes del gozo de un poema, que está hecho de una lenta adivinación: sugerirlo, ése es el sueño. Es el perfecto uso de ese misterio lo que constituye el símbolo, evocar poco a poco un objeto… Establecer una relación entre las imágenes exactas, de modo que se destaque un tercer aspecto fusible y claro, que se presenta a la adivinación… Digo: ¡una flor! y más allá del olvido al que mi voz confina todo contorno, en tanto que algo distinto de los consabidos cálices, musicalmente se eleva, idea asimismo y suave, la ausente de todo ramo.[3]
La nómina de poetas relacionados con el simbolismo es extensísima. En ella aparecen, además de los ya citados, Arthur Rimbaud, Isidore Ducasse, Rémy de Gourmont, Jules Laforgue, Charles Cros, Tristan Corbière, Gustave Kahn (el introductor del verso libre) y Maurice Maeterlinck (creador del teatro simbolista). Tras la muerte de Verlaine y de Mallarmé, el grupo perdió cohesión y tendió a dispersarse. Sin embargo, su herencia fue recogida por importantes escritores, como Paul Claudel y Paul Valéry. En cuanto al mundo hispánico, el modernismo de Rubén Darío, si bien introduce frente a una ya agotada retórica clásica-romántica, una brillante renovación, ella se reduce más bien a un ajuste de pura raigambre parnasiana que no consigue superar, ni en Darío ni en sus continuadores, la noción declamatoria de la poesía. De algún modo, en España y en Hispanoamérica, el modernismo retarda la aparición del simbolismo, que solo se revelará a través de poetas aislados o se confundirá, tardíamente, con otras tradiciones más cercanas a las estéticas de vanguardia.
El gran mérito del simbolismo, al tomar conciencia de la autonomía del lenguaje poético y de la facultad creadora de la palabra, fue el haber incorporado el tema de la revolución crónica en la literatura. El predominio del significante por sobre el significado, la utilización de variantes tipográficas espaciales, la renovada estructuración de la sintaxis y el manejo inédito de las imágenes son otras de las manifestaciones externas de esta profunda revolución que se centró en la poesía como vía de conocimiento. A partir de los logros obtenidos por los poetas vinculados a esta escuela, el símbolo ya no será tan solo tomado por una figura del discurso, sino que, además, pasará a ser considerado como el punto de encuentro entre lo visible y lo invisible, entre lo finito y lo infinito.
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[1] Charles Baudelaire. Obras completas, Universitas, Santiago de Chile, 1966.
[2] Óp. cit.
[3] Stéphane Mallarmé. Variaciones sobre un tema, Verdehalago, México, 1998.
Crédito de imagen: Alberto Miranda