El mosquito bizco miraba fijamente una maceta con agua entendiendo que pasaría un buen rato refrescando sus alas. Deseaba llegar y hundirse en el relajo, cerrar sus ojos y olvidarse de la dura rutina que tenía que padecer. Madrugaba con las primeras horneadas de pan y se acostaba pasada la medianoche, muy tarde cuando la luna brillaba y sonreía a la vez. Pero el paraíso lo estaba esperando, ahí quietito, calmando sus aguas para cobijarlo y recargarle vida.
El mosquito bizco volaba extenuado, con poco aliento, alimentándose de las últimas gotas de sangre que tenía en su estómago; sangre pura, manjar de pocos, el deleite de una élite que todavía goza de la buena vida y los placeres. El condenado y vil insecto no ha perdonado ni al humano más indefenso; atacó torrentes sanguíneos sin piedad y perturbó madrugadas silenciosas quebrantando el sosiego en la profundidad de la noche.
Sus épocas de hambruna fueron ásperas, y las esperanzas de continuar en batalla eran tan escasas que más de una madrugada temió por su vida creyendo que esa misma noche caería sucumbido, preparado para entregar su alma a la divina providencia. Pero entonces llegaba el verano y el mosquito bizco renacía, la resurrección lo encantaba y más viril que nunca, afilaba su aguijón para liquidar a sus víctimas, para salivarlas con su veneno y fastidiarlas hasta el cansancio.
Pero la maceta seguía en su lugar, repleta de agua cristalina que el sol no vacilaba en reflejar su silueta mientras la evaporaba muy lentamente con el correr de los minutos. El bicho zancudo la seguía observando.
Había repasado su cálculo y no podía fallar en el más mínimo detalle; volando a una velocidad de cinco kilómetros por hora, a dos metros de distancia del suelo y con el viento a favor, estaría bañándose en aguas mansas en menos de un minuto. Posado arriba de la manguera, despegó vuelo con su confianza a cuestas y, sin dudar siquiera, se lanzó en busca del nirvana, de la felicidad plena.
Aunque las apariencias engañen, el estrabismo del insecto no le obligó a pecar de idiota, y pudo esquivar ocho manos humanas que quisieron atentar contra su corta vida. Llegó a la maceta sano y salvo y descansó un buen rato deleitándose de su gran triunfo.
Prueba difícil tuvo que atravesar el mosquito bizco; tan difícil fue que le resultó placentero su resultado, su merecido resultado. Los otros iban muriendo en el intento.