De la identidad de un nombre se apropia sin apropiar(se) la identidad desplazada de quien dice su enigma en mitades, en trozos, avanzando(se) como una hipotética frase que debiera sus partes al todo desapropiado de un Uno. Interrogación en devenir sin imposición; en su poética habla sin entenderse, o con el entendimiento en el interior de su pregunta-respuesta. Ese hacia adentro del mundo es predicación o sujeto deshecho en la ironía de su ser. La esencialidad ejecuta el trazo. No es el vacío, pero, aun en el vacío, en el inicio-final que petrifica su dónde, o, aun componiéndose en su sólo engranaje último, es.
En la convalecencia del lenguaje visto en sus reveses me reintegro al cuerpo, a la exaltación del sentido en el interior de lo que dice sin decirse, sin decir(me), incorporándome a mi otra escritura, a la otra que vive en el Soy sin Yo, sin época, sin tiempo.
Identidad de la frase envolviéndose de lo que no se da a pensar, de lo que sólo es capaz de decir la frase eclipsada, fundida en la pregunta irresoluta. Resolverse sin resolución, involución o regresión desde las fuerzas centrífugas y centrípetas del poema en sí mismo.
Parte de mi frase es el deseo, deseo de habla coloquial, de mensaje o símbolo; el deseo del sí que afirma negado en el esquema, el depósito que se vacía para aflorar en el sistema lingüístico de lo que jamás ha sido dicho. Obro como si volviera a introducir la imagen en el espejo, la palabra reflejo o encendida, la palabra de un deseo.
La voz de Otro escribe, (me) escribe. ¿Qué es escribir sino escribir(se) dibujando la niebla, pintando con nombres y figuras la irreversible figura de todo cuerpo? Escribir(me) es mi cuerpo, del cuerpo sostenido de tiempo suspendido, por hacerse como sílaba, como adjetivo, como gramática dividida y vuelta a unir, como río que atraviesa cada surco de tierra, o como imagen imposible que no se desliga del mí. (Mi)voz de (Otro), la excelentísima melodía del Otro, la concatenación, el encadenamiento. La sílaba, no porque sí, aunque porque sí, es arbitrariedad condensada en un brillo, en la opaca cotidianidad de la pena o del trabajo del cuerpo en su dolor más profundo. Fundo en el fondo ese sin cuerpo, mi eterno cuerpo en su caída.
Pulsar en la voz de Otro, del Otro, esa voz que trae a otro, que atrae en mí otro, a otro en mí y lo doblega o lo interpela. Ese Otro dentro del otro que repite la ilación, el tejido, la trama, lejos ya del relieve en su íntima pureza. El otro que, no siendo ya más que una inscripción, una suspensión, se divide y se encripta, traduciéndose como un yo perdido infinitamente en lo por decir. La escritura es «la página aún no escrita»[1]. Mallarmé la opera en un vacío que no es vacío en sí mismo, sino que es simulacro, «es» en cuanto escenario encontrado y perdido dentro de sí mismo. Es juego que se abre a lo posible, a la posibilidad de lo nuevo y su retorno, al pasado presente que no es pasado ni presente, que sólo «es», y, en su juego, es pérdida, desproporción, invento, «texto verbal que alinea las palabras y las frases, describe a posteriori una secuencia puramente gestual y silenciosa, la inauguración de una escritura del cuerpo»[2]. La mímica inaugura el texto, lo puro del acto mismo de escribir está inscripto en el gesto.
Aun en su mudez, quien escribe provoca al lenguaje para levantar la voz de ese vacío, para encontrar en el fondo de lo que no ha sido dicho ese grito que puede elevarnos una vez más por sobre lo que ha sido escrito. Pero necesitándolo, invocándolo, el lenguaje no está ahí para nosotros, nos rehúye de continuo, y, aun cuando hemos tenido la posibilidad de vibrar y vivir a través de nuestro lenguaje, una vez que la palabra se ha personificado frente a nosotros, quedamos vacíos. Esta es la angustia que nos acompaña desde la primera palabra.
La escritura nace cuando se borra en un vórtice. La verdadera palabra nace de una borradura. La escritura nace a partir de que se aborta lo que se escribió. Como producto abortado el texto es nada, y en esa nada existe la obra. El texto leído es escritura borrada dentro de uno. Entonces el fracaso de la escritura es la verdadera escritura, el texto que jamás se escribirá. Lo que se escribe con la intención de escribir es la huella de lo que nunca se escribirá. La huella es la que inscribe la escritura. El fracaso de la escritura es el tiempo. El que escribe y lo que escribe no pueden verse más que escribiéndose-inscribiéndose en su propia soledad. El fracaso de la escritura es siempre hablar a destiempo o fuera del tiempo. La interrupción de la fluidez del lenguaje inserta una laguna, un salto, un traspié.
Entonces, la escritura es desvío al desamparo, vivir en la angustia más que en la vida, o en la vida angustiosamente viva: escritura al ras.
El cuerpo del poema extrae su materia del acto subversivo de la creación.
[1] Jacques Derrida, La diseminación, Madrid, Ed. Fundamentos, 1997.
[2] Óp. cit.