«Quedarse solo» o de la soledad torera
Ahora ya me queda claro: lo único que importa es quedarse solo, tener fuerzas para sustraerse del naufragio de la vida y aislarse como un ermitaño, como un anacoreta, en el rincón más alejado de nuestra intimidad. No en vano la tauromaquia reserva la expresión «quedarse solo» para el matador en vísperas de gloria (aunque habría que preguntarle también al toro qué piensa de estos hechos). Frente a esta gloriosa soledad, diálogo y compañía se ven reducidos a falaces circunstancias. Sin embargo, cada vez se hace más dificultoso ese aislamiento. Incluso, en ocasiones, hasta se producen asfixias espirituales por exceso de compañía. Es preciso, entonces, liberarse del fastidio que supone la vida social y su interminable protocolo de halagos y sonrisas, aquello que alguien denominó alguna vez «la hipocresía de las buenas costumbres».
De acuerdo con lo expuesto, deberíamos admitir que la soledad es la única forma de sinceridad posible. Todo lo que sentimos, tanto lo bueno como lo malo, lo sentimos, en soledad, de una manera más profunda. El herido se confina en su aislamiento y sublima ahí, en un último sollozo, su pureza sensitiva; se siente más virtuoso, más honrado, cuando la soledad deja en carne viva sus sentidos. Y así, la misma causa de su dolor es un motivo de consuelo, porque precisamente le hace compañía.
La literatura (que es lo que en realidad nos interesa) ha concebido a la soledad en muchos casos como una suerte de añoranza. No se trata de algo objetivo, social, externo, sino de una emoción interior, de una impresión subjetiva. Quizá por esto, aparte de las razones estrictamente filológicas, la soledad haya sido muchas veces equiparada a la saudade. Dice un canto gallego: «Campanas de Bastabales, / cuando vos oyo tocar / mórrome de soidades».
Santa Teresa de Jesús, por su parte, en una carta a la madre María de San José (Toledo, septiembre de 1576), nos dice: «Escríbeme, que todavía —Teresa, sobrina de la santa— tiene de Sevilla soledad y la loa mucho». Y Felipe II, en una carta que envió desde Lisboa, el 16 de abril de 1582, escribe lo siguiente: «Y de lo que más soledad he tenido es del cantar de los ruiseñores que ogaño no les he oído, como esta casa es lexo del Campo».
La soledad de los poetas
La soledad —ese estado de almo reposo, de reposo nutricio, venerable, del que nos hablan los poetas del Renacimiento cuando regresan de cualquier mar tempestuoso— es el estado poético perfecto. Así, uno de los personajes del Diálogo de la dignidad del hombre comenta, refiriéndose a la soledad, que «cuando a ella venimos alterados de las conversaciones de los hombres, donde nos encendimos en malas voluntades o perdimos el tino de la razón, ella nos sosiega el pecho y nos abre las puertas de la sabiduría»[1]. Gran lección esta, la soledad puede apaciguarnos un poco antes de lanzarnos hacia un más allá beatífico; solo un poco, es cierto, pero era necesario que alguien lo pusiera en evidencia.
Todo poeta auténtico es un poeta de la soledad, pero de una soledad poblada de palabras, memoria y apetencias. En soledad fue tentado san Antonio de Flaubert; en soledad fue tentado el doctor Fausto. Sucede que la soledad es un puesto de peligro por el que no debe aventurarse quien no tenga muy sólidos anclajes en el mundo espiritual. Y, quizá por eso, la gente frívola prefiere el ruido, la turbación, al delicado encuentro con su propia intimidad.
«Mi soledad sin descanso», ha podido decir el poeta Federico García Lorca. La soledad, por lo visto, se mueve incansablemente. Algunas veces, como ha quedado dicho, por las tentaciones que nos llevan a pecados de envidia o de lujuria; otras, por armonías inefables, como lo eran las soledades sonoras de san Juan de la Cruz.
Del mismo modo, podemos inferir que todo lo que hay de maravillosa escenografía en la obra gongorina procede de lo que hay en Góngora de poeta de la soledad; de las Soledades. Solo un solitario pudo haber sentido cómo se le animaba el bosque y el mar, la roca y el río, los hombres y el paisaje hasta convertirse en un espectáculo hecho para su propio deleite. Y así nos dice en estos versos de 1609: «¡Oh soledad, de la quietud divina / dulce prenda, aunque muda, ciudadana / del campo, y de sus ecos convecina!»[2]
Sobre el título de este artículo
Tiendo a pensar que la soledad es una experiencia propia de las épocas barroco-románticas. En la España del siglo XVII, por lo menos, lo que afirmo es evidente. No son solamente las soledades en las que los místicos se han situado antes y siempre, desde sus tantas noches oscuras, no son solamente las ya mencionadas soledades gongorinas las que acuden a nuestra memoria. Son las Soledades de la vida y desengaños del mundo, de Cristóbal Lozano; son las Soledades del jardín, de Salvador Jacinto Polo de Medina; son las soledades de Lope cuando dice: «A mis soledades voy, / de mis soledades vengo, / porque para andar conmigo / me bastan mis pensamientos».[3]
Con los románticos sucede algo parecido. No en vano se dice que el romanticismo es conciencia de soledad, y el clasicismo, conciencia de compañía. Ser romántico consiste en sentirse alejado de la vida corriente y suspirar por ella, aunque no se la desee demasiado. Ser romántico es llorar por soledades desiertas sin patria ni eco, vivir fuera del mundo en una geografía brumosa y en una historia mortecina. Sin embargo, el mundo real existe: son los molinos y los borregos en torno a don Quijote (héroe romántico a su modo); las perversiones personales y políticas en torno a Byron; las calles sucias, prostibularias, en torno a Baudelaire. Y el choque entre lo real y lo poético solo se da en esa aterradora soledad que muchas veces conduce al romántico a la locura o al suicidio.
Ya entrado el siglo XX, un nuevo auge de soledades sobrevino. Modernismo, surrealismo; liberales porque modernistas; comunistas porque surrealistas. He aquí un retorno barroco-romántico a la soledad. Machado supo titular Soledades y galerías a sus poemas. Alberti llega a epilogar con su Soledad Tercera las auténticas Soledades gongorinas; Manuel Altolaguirre titula un libro suyo Soledades juntas. «Soy la soledad que toca el xilofón para pagar el alquiler»[4], escribe a su vez el norteamericano Henry Miller.
Herederos de esta tradición somos algunos. Por consiguiente, en nuestros días, cuando la muchedumbre y el cemento nos invaden, cuando las paredes de nuestras casas adelgazan tanto que permiten al «mundanal ruido» pisotear nuestro refugio, es cuando la salvación nos llega a todos, como un tiro de gracia, mediante esa soledad torera de la que hemos hablado al principio de este artículo, una experiencia que toma del barroco y del romanticismo sus elementos más característicos y que, como casi todo lo vinculado con la lírica, busca en la palabra solitaria su mejor forma de expresión.
Ilustración: El caminante sobre el mar de nubes (1817), de Caspar David Friedrich.
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[1] Pérez de Oliva, Fernán. Diálogo de la dignidad del hombre. Razonamientos. Ejercicios. Madrid, Cátedra, 2008.
[3] Lope de Vega, Félix. Poesía selecta, Madrid, Cátedra, 2013.
[2] Góngora, Luis. Obras completas, Madrid, Biblioteca Castro, 2000.
[4] Frase citada por Francisco Umbral en su artículo «Lauro Olmo», publicado en el periódico El Mundo, el 22 de junio de 1994.
Muy buen artículo yo le agregaría la noción del término de Octavio Paz en su obra “El laberinto de la soledad “.
Muchas gracias por tu lectura, Maritza. Con respecto a tu observación, debo confesarte que estuve a punto de hacerlo, pero decidí enfocarme en obras no ensayísticas (al menos, en lo tocante al siglo XX). Saludos.