La cuestión con las palabras, con la sostenida intención de decir, es saber si se está en el camino correcto. ¿Cuál es el camino correcto? ¿Acaso la escritura que se traslada desde lo impersonal, como plantea Blanchot, hasta un habla que se habla a sí misma y se pierde para abrirse al porvenir?
La certidumbre de la escritura deja de tener valor utilitario, es la palabra del origen y del retorno, de la invocación y el vacío; es la intervención de un vacío. ¿Hablar en el lenguaje para extraer de esa habla la inutilidad de hablar?
La obra existe como rechazo, es la palabra rechazada de alguien rechazado. La obra se crea fuera de nosotros, fuera del tiempo, fuera de la intención de escribir. Por lo tanto, también puede ser inexistente, sin embargo, existe en la tentación de quien escribe de intentar al menos ser un rechazo. Obra infinita lanzada hacia el infinito lenguaje, siempre por llegar, siempre por aniquilarse. Sigue su paso intransitado y silencioso, silencio sumergido en la no-decisión de hablar, en un tiempo siempre nuevo, y a la vez, en la voz impersonal de lo inmemorial. Habla desenfrenada pero silenciosa. Buceadores incansables en lo que no existe, de lo que no existe, de esa palabra que repitiéndose se hace otra, transformada en nada, palabra en el vacío o del vacío.
Un libro, en algunos casos, es una desgracia, y que desgracia más grande es la que vive en la más absoluta soledad. El libro no hace sino aportar a esa desgraciada existencia, que se vale por sí misma en lo recóndito de su intimidad, un poco de irrealidad.
Un texto debe ser una desproporción, un exceso, si es desmesura, es un escándalo. Se escriben libros, en el mejor de los casos, para participar del escándalo, de la fiesta, del erotismo de la palabra escrita, en el vacío y el silencio de su mismo decir.
No hay verdad que inaugure la palabra del desastre. Escritura de la noche, que sobreviene con la voracidad de un rayo en medio del desierto «Noche, noche en blanco —así es el desastre, esa noche que carece de oscuridad, sin que la luz la ilumine»[1] abundancia y hambre desesperado en el centro de la vigilia, vigilante del movimiento incesante en las luces de una oscuridad.
No hay palabra más gastada que la que habla a una multitud.
El habla del desastre es llamamiento de un lugar en el silencio, abismo que instala la verdad inexistente del hablar.
Un libro no puede escribirse y leerse más que en el vacío. Su condición de existencia es el vacío, la palabra siempre vaciada, siempre viva.
Parir una escritura atroz, una burla a toda escritura. Escribir sin intención o con la última y primera decisión irrevocable de invocar esa palabra que es origen y recomienzo eterno. Construir para después olvidarlo, como se olvida el recuerdo de sí mismo, o la huella que jamás volverá a ser transitada. Habla fugada para siempre, ya jamás retenida por la intención de decir. Despojamiento último en la palabra «venida de otra parte»[2], ofrenda y promesa de lo por venir.
Habla en el lenguaje que no ha sido pronunciado, que dice traspasando la palabra del ahora y su porqué, habla imposible que tiene la posibilidad de lo imposible. Invitación a un estar afuera, hablándose continuamente con la palabra evocada porque sí, habla profunda, inaudita, sin más sentido que el de ser existencia perdida, habla del secreto.
Palabra impersonal que inaugura el soliloquio infinito, discurrir por el acontecimiento y sus manifestaciones.
Toda escritura es acontecimiento, sucesión, y discontinuidad. Espacio donde convergen todos los espacios, los tiempos existidos y por existir.
¡Un libro debe ser un peligro!
Imagen de encabezado: Maurice Blanchot (©Michael Horowitz)
[1] Maurice Blanchot. La escritura del desastre, Ed. Trotta, 2015.
[2] Maurice Blanchot. Una voz venida de otra parte, Ed. Arena, 2010.