Por Flavio Crescenzi / Argentina.
¿Existe la amistad entre el hombre y la mujer?
Con frecuencia se niega esta posibilidad. Quienes la niegan sostienen que no es natural que un hombre se conduzca con una mujer de la misma forma que con un amigo, es decir, sin sentir en algún momento la turbación del deseo, la solícita irrupción de las pasiones.
Lo cierto es que, por alguna extraña razón, cuando el hombre se encuentra frente a una mujer, los deseos de conquista se interponen, haciéndole perder el aplomo necesario para que una desinteresada relación amistosa se produzca. El deseo de agradar sustituye con frecuencia a la confianza, a la cautela, provocando que cada idea, cada palabra y cada gesto pasen por el tamiz de una pasión ansiosa y tímida.
La literatura ha dado cuenta de este asunto en varias oportunidades. Sin ir más lejos, en la correspondencia del novelista inglés D. H. Lawrence encontramos una curiosa carta que le escribió a una mujer luego de que ésta le propusiera una “amistad espiritual”. Lawrence así le respondía: “La amistad entre hombre y mujer como sentimiento primordial es imposible… No quiero tu amistad en tanto no hayas experimentado un sentimiento completo, una afable reconciliación de las dos tendencias que llevas (espiritual y sensual) y no un sentimiento parcial como han sido tus otras amistades”.
Lawrence tenía razón. Creo como él que en la vida de las mujeres jamás una simple amistad con un hombre —ya sea espiritual, ya sea intelectual— será un sentimiento primordial. El ser que aman físicamente tendrá siempre en su corazón un lugar de privilegio, y si las circunstancias se lo exigen, estarían dispuestas a sacrificar cualquier otro vínculo en beneficio de ese ser sensualmente amado.
“El verdadero valor del amor —dice Paul Valéry— es el aumento de vitalidad general que proporciona”. La amistad intelectual, cuando es una sombra vana del amor, produce, por el contrario, una disminución del tono vital. Así, el hombre que se siente próximo a la conquista, pero que la adivina imposible, duda de sí mismo y se siente degradado. Esto tal vez sea lo que haya empujado a Lawrence a responder su carta de la forma en que lo hizo.
En suma, tal vez sólo haya dos soluciones (aunque no del todo literarias) para el complejo problema de la amistad entre el hombre y la mujer. La primera: lograr una amistad que sea a la vez espiritual y sensual, aun sabiendo que esto escandalizaría a las “comadres”. La segunda: que tanto el hombre como la mujer —cada uno por su lado— tengan una vida sensual equilibrada y activa, de modo que el deseo no se interponga en la pulcra relación que ellos dos construyan. Después de todo, hay que admitir que es inhumano para cualquier hombre y cualquier mujer querer vivir como si el cuerpo no existiera.