Es interesante describir la idiosincrasia de la sociedad de esa época. Las niñas eran educadas bajo estrictas normas religiosas y morales, a la vez que aprendían diversas labores y demás quehaceres domésticos. De esta manera, cuando se casaban, se convertían en esposas nobles, obedientes, que aceptaban con naturalidad el rol de inferioridad que el contexto les imponía. Felicitas no sería la excepción. Nació el 26 de febrero de 1846. Felicitas sería una suerte de seudónimo, su nombre real era Felicia Antonia Guadalupe Guerrero y Cueto. Hija de Carlos José Guerrero y Reissig y Felicia Cueto y Montes de Oca.
Su padre, hombre de negocios, decidió entregarla en matrimonio a Martín Gregorio de Álzaga. Por entonces, los padres arreglaban los matrimonios de sus hijas. Nótese que dije los padres; las madres no participaban en tales decisiones. No hay datos precisos de la edad de Felicitas al momento de casarse. Se supone que tenía entre quince y diecisiete años, y que su marido era treinta años mayor que ella. Pertenecer a la alta sociedad llevaba implícito el cumplimiento de ciertas obligaciones, contraer nupcias con otros pertenecientes del círculo era una de ellas. Aun tratando de juzgar estas prácticas como el favor que los padres le hacían a las hijas, asegurando su acomodada posición económica, considero que este tipo de arreglos matrimoniales son prácticas sofisticadas de la trata de personas. Los padres disponían de sus hijas como de su patrimonio. Se arreglaban matrimonios en los mismos escritorios donde se vendía hacienda.
La boda de Felicitas con Martín de Álzaga fue un evento social muy importante al que acudió la alta sociedad porteña. Entre los asistentes se encontraba Enrique Ocampo, tío abuelo de Silvina y Victoria Ocampo, quien estaba muy enamorado de Felicitas.
Felicitas tuvo dos hijos con Martín de Álzaga. Félix murió a la edad de tres años en la epidemia de fiebre amarilla, y el más pequeño murió al nacer. Con tan solo veinticuatro años, Felicitas ya era viuda y cargaba en sí el peor dolor que puede cargar una madre. Casi no hizo duelo, y su intensa vida social la ayudo a salir adelante. Se convirtió en una buena administradora de la fortuna y campos que heredó de su marido. Pretendientes no le faltaban, pero con gentileza (aunque también con determinación) no alimentó las esperanzas en ninguno de ellos.
Enrique Ocampo creyó poder conquistar el corazón de Felicitas. Otro caballero tendría esa suerte, el estanciero Samuel Sáenz Valiente. Ante el inminente compromiso de la pareja y tras no soportar esta noticia, Enrique Ocampo le advirtió a Carlos Guerrero que mataría a Felicitas si ella no se casaba con él. Nadie les dio a estas palabras la importancia que en verdad tenían. Enrique había participado de los últimos combates de la Guerra de la Triple Alianza. Perturbado, el respeto a la vida se relativiza ante sus ojos. O quizás esta sea una vaga explicación a una conducta machista y violenta. ¿Qué era para Ocampo aquella mujer? ¿Un objeto que reclamaba para su propiedad? ¿Por qué no podía entender que en este caso la dama había decidido? ¿Era, para Felicitas, el galardón de su belleza una condena?
El 29 de enero, Ocampo exigió mantener una reunión con Felicitas. De esta reunión deviene una discusión. Se escucha el primer tiro y luego otro. Felicitas yace agonizante en el piso, el primer disparo la hirió en el omóplato y el segundo en la columna vertebral y médula ósea comprometiendo también algunos órganos. Llega un primo de Felicitas y, tras forcejear, da muerte de bala a Ocampo, quien fallece en el momento.
Después de una tortuosa noche y de una dolorosa agonía, la vida de la mujer más hermosa de la República se apagó el 30 de enero de 1872. Su prometido Samuel Sáenz Valiente no acompañó a Felicitas en el ocaso de su vida, creyendo evitar así el escándalo. Protagonista de numerosas burlas, tuvo que abandonar la ciudad de Buenos Aires: lo llamaban Samuel Sáenz Cobarde.
El potencial escándalo que este penoso hecho representaría quedó anulado tras la muy conveniente desaparición del expediente en sede policial. Los padres de Felicitas encargaron la construcción de una iglesia en honor a su hija en el lugar donde esta encontrara su muerte. Por el oprobio que les causara, decidieron trasladarse a una de sus estancias lejos de los rumores.
La vergüenza hizo que la muerte de Felicitas quedase impune y, lo que es peor, a merced de especulaciones de todo tipo. Por eso, cerca de un nuevo aniversario de su muerte, quise contar el femicidio tras el mito.