Un par de años antes de la pandemia, una de las instituciones académicas para las que estuve trabajando en 2012 realizó un ciclo de conferencias dedicado a los distintos géneros literarios. La dinámica organizativa fue bastante sencilla: de acuerdo con la idoneidad que se le atribuía a un determinado especialista en alguno de los consabidos géneros, se lo invitaba a este a disertar durante una hora sobre las virtudes de su particular área de excelencia. Curiosamente, fui uno de los convocados, aunque no para hablar de poesía (como tal vez hubiera querido), sino para ocuparme del ensayo.
Siempre pensé que el rótulo que se le coloca a una persona no es más que un recurso para evitarse el trabajo de averiguar qué es lo que esa persona es en realidad. Pues bien, a mí, en la ocasión que ahora refiero, me pusieron el rótulo de «ensayista», lo que, por cierto, no responde del todo a la verdad. Si bien el hecho de ser crítico literario o articulista puede llevarlo a uno a escribir en algún momento un ensayo (sobre todo, si uno desea desarrollar los conceptos volcados en una crítica o un artículo), esto no significa que uno haya querido consagrarse exclusivamente a ese género. Convengamos que el oficio de escribir, en buena medida, depende del repertorio de ideas y recursos que maneja la persona que lo lleva a cabo; por lo tanto, si solo pudiera desenvolverme bien en el ensayo, mi destreza como escritor bien podría ponerse en tela de juicio. Dicho de otro modo, antes que el rótulo que puedan darnos los mandarines de la fauna literaria, debe importarnos más llevar a cabo nuestro trabajo de la mejor manera posible.
Habiendo hecho esta aclaración, solo me resta decir que un género literario no se diferencia de otro únicamente por sus singularidades textuales, sino también por su función espiritual. Intentaré explicar este concepto. Si la vida para el hombre es una especie de laberinto en el que siempre se debe tomar una decisión (e incluso ayudar a otros a tomarla), podemos decir que a través de la poesía, la novela y el ensayo expresamos nuestra exclusivísima experiencia en ese «dédalo terrestre». El poeta lo expresa en una suerte de emoción totalizadora; no discurre, pues le basta sacar del fondo de sí mismo el canto de dolor o esperanza que el mundo le produce. El novelista, en cambio, describe mediante un juego de relaciones concretas y pormenorizadas las consecuencias personales y colectivas que genera en sus personajes este simbólico laberinto y, a veces, hasta los deja a estos en un estado de vulnerabilidad absoluta, librados al azar, transformando la novela en una variante actualizada de la poesía trágica.
El ensayista como literato
Indudablemente, la función de un ensayista —al menos, la de uno como Nietzsche, Unamuno o Cioran— es la de establecer un vínculo entre poesía y filosofía, un puente entre el mundo de las imágenes y el de los conceptos, de modo que pueda ayudar un poco al hombre a transitar por los oscuros recovecos del ya mencionado laberinto (y, por qué no, enseñarle también el camino de salida). Sin embargo, el ensayista no pretende, como el filósofo, ofrecer un sistema cerrado del universo, una verdad absoluta, sino que actúa —casi siempre por instinto— a partir de circunstancias urgentes y específicas. Aunque, vale decirlo, hay filósofos que no pueden evitar caer por momentos en la tentación del ensayismo. ¿Acaso Platón y san Agustín no combinaron en sus Diálogos y Confesiones elementos que provenían al mismo tiempo del mundo de las ideas y del mundo de la subjetividad? Claro que sí, y no fueron los únicos.
Como podemos advertir, el ensayista no solo posee una visión objetiva del mundo, sino que también está dispuesto a dejarse llevar por sus propias impresiones. Imaginemos, por ejemplo, la tarde en la que Isaac Newton vio caer la célebre manzana; pues bien, un filósofo no se hubiera separado de Newton hasta que este no le explicara los principios de la ley de gravedad; un ensayista, en cambio, se hubiera contentado con examinar el hecho a la distancia y, a lo sumo, hubiera dado a entender que algo de vital importancia iba a suceder en el campo de la física. Diríamos, si se me permite la imagen, que el ensayista escribe cuando ha caído a sus pies una manzana y vea en ese hecho indicios de algo trascendente. Así, Erasmo parece decirle a la Iglesia romana: «Tengan cuidado porque les puede salir al cruce un Martín Lutero»; y Carlyle, a los liberales ingleses: «No confíen tanto en la oferta y la demanda porque les puede salir al cruce un Carlos Marx». Quizá al ensayista no le interese convertir en leyes toda una serie de señales —como puede hacerlo sí el filósofo—, pero sí las perfilará, les dará forma. Esta voluntad formal, desde luego, no es la misma que podemos apreciar en el poeta o en el novelista, sino que es más bien producto de una experiencia, a la vez, sensible y reflexiva, y que, siendo muy íntima, anhela, asimismo, interactuar con lo real.
Por su propia naturaleza, el ensayo prefiere desarrollarse en épocas de crisis, es decir, cuando crujen, amenazantes, los valores de una cultura quizá ya perimida. Platón y san Agustín fueron sucesivos testigos de diferentes crisis del alma antigua y, sin embargo, pudieron extraer claridad y certeza de la unánime turbulencia. Lo mismo ocurrió con Montaigne, quien nunca se vio a sí mismo como un héroe, pero sí como una persona sensata y comprensiva. «La manera en que nuestras leyes intentan regular los gastos insensatos y vanos en mesas y vestidos parece ser contraria a su fin. El verdadero medio consistiría en engendrar en los hombres desdén por el oro y la seda como cosas vanas e inútiles»[1], parece que dedujo, mientras intentaba entender qué tipo de leyes podrían volver más justos a los hombres.
Considerado así el asunto, cualquiera que sea capaz de vislumbrar un hecho novedoso a partir de mínimos indicios estaría en condiciones de escribir ensayos; sin embargo, sabemos que no es así. Muchos jóvenes pudieron haberse perdido en las calles de Cartago, haber amado a las cortesanas, adorado a los falsos dioses y recibido después —como extraordinaria luz nocturna— el mensaje de la nueva religión de Cristo; no obstante, solo san Agustín pudo escribir las Confesiones. Del mismo modo, entre todas las cartas y testimonios que debieron cruzarse de París a Burdeos durante las guerras religiosas de fines del siglo XVI, se salvan sobre todo las palabras del autor de los Ensayos, no solo porque enseñan tolerancia y justicia, sino porque están escritas en aquella lengua que el propio autor llama «suculenta y nerviosa, cortada y concisa, no tanto delicada y peinada como vehemente y brusca», esa lengua que caracteriza la inconfundible escritura de Montaigne, quien, no en vano, es considerado patrono de todos los ensayistas.
El ensayo desde el punto de vista formal
Pensar el ensayo desde un punto de vista formal, como se lo ha pensado aquí desde un principio, supone pensarlo también como género literario.[2] Esto, por supuesto, no debe inquietarnos en absoluto, ya que, más allá de los múltiples «deslindes»[3] propuestos por la crítica, la literatura dista de ser el espacio idealmente acotado que muchos pretenden que sea. De hecho, la filología no se limitó nunca a examinar textos poéticos, sino que se interesó por cualquier texto humanístico que considerara valioso en algún punto. Echemos un vistazo a lo que Terry Eagleton dice al respecto:
Varias veces se ha intentado definir la literatura. Podría definírsela, por ejemplo, como obra de «imaginación», en el sentido de ficción, de escribir sobre algo que no es literalmente real. Pero bastaría un instante de reflexión sobre lo que comúnmente se incluye bajo el rubro de literatura para entrever que no va por ahí la cosa. La literatura inglesa del siglo XVII incluye a Shakespeare, Webster, Marvell y Milton, pero también abarca los ensayos de Francis Bacon, los sermones de John Donne, la autobiografía espiritual de Bunyan y aquello —llámese como se llame— que escribió sir Thomas Browne. Más aún, incluso podría llegar a decirse que comprende el Leviatán de Hobbes y la Historia de la rebelión de Clarendon. A la literatura francesa del siglo XVII pertenecen, junto con Corneille y Racine, las máximas de La Rochefoucauld, las oraciones fúnebres de Bossuet, el tratado de Boileau sobre la poesía, las cartas que madame de Sevigné dirigió a su hija, y también los escritos filosóficos de Descartes y de Pascal. En la literatura inglesa del siglo XIX por lo general quedan comprendidos Lamb (pero no Bentham), Macaulay (pero no Marx), Mili (pero no Darwin ni Herbert Spencer).[4]
En este fragmento, Eagleton nos recuerda que el canon literario de Occidente —representado aquí por Inglaterra y Francia— está compuesto tanto por obras de ficción/creación como por otro tipo de textos, muchos de ellos ensayísticos. Con todo, si esta «evidencia» filológica no llegara a conformarnos, Eagleton nos ofrece todavía una más, esta vez proveniente de la teoría literaria y la lingüística:
Quizá haga falta un enfoque totalmente diferente. Quizá haya que definir la literatura no con base en su carácter novelístico o «imaginario», sino en su empleo característico de la lengua. De acuerdo con esta teoría, la literatura consiste en una forma de escribir, según palabras textuales del crítico ruso Roman Jakobson, en la cual «se violenta organizadamente el lenguaje ordinario». La literatura transforma e intensifica el lenguaje ordinario, se aleja sistemáticamente de la forma en que se habla en la vida diaria. Si en una parada de autobús alguien se acerca a mí y me murmura al oído: «Sois la virgen impoluta del silencio», caigo inmediatamente en la cuenta de que me hallo en presencia de lo literario. Lo comprendo porque la textura, ritmo y resonancia de las palabras exceden, por decirlo así, su significado «abstraíble» o bien, expresado en la terminología técnica de los lingüistas, porque no existe proporción entre el significante y el significado.[5]
En definitiva, la fórmula del ensayo —que es en sí la de toda la Literatura— se reduce a tener algo que decir y a intentar decir ese algo en una lengua única, o sea, en una lengua tan original que pueda, esencialmente, bautizarse a sí misma (es por esto por lo que existe una prosa platónica, cervantina, borgeana o umbralesca). El resto tiene que ver con el ornato seductor de la retórica, recurso del que ni siquiera el mejor escritor desea prescindir, ya que con él hace más asimilable el efecto catártico y explosivo de sus grandes ideas, pero también el de su estilo.
[1] Michel de Montaigne. Ensayos, Barcelona, Acantilado, 2007.
[2] Véase T. W. Adorno. «El ensayo como forma» en Notas sobre literatura, Barcelona, Ariel, 1962.
[3] Hago alusión al célebre libro El deslinde, de Alfonso Reyes.
[4] Terry Eagleton. Una introducción a la teoría literaria, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1999.
[5] Ibíd.