El mejor nombre posible
Optar por una denominación que describa la actividad que aquí glosamos es lo primero que debemos hacer, pues ayudará a reducir la confusión conceptual que existe en torno a la comunicación aplicada a empresas, instituciones, corporaciones u otros organismos. En efecto, son muchos los nombres que se le han dado a esta disciplina. Los más comunes son Comunicación Institucional, Comunicación Empresarial y Comunicación Corporativa. En lo personal, como se deducirá del título de este artículo, recomiendo utilizar el primero, ya que es mucho más abarcador que el segundo (recordemos que las empresas no son las únicas instituciones) y está menos contaminado que el tercero (nada de lo relacionado semánticamente con el adjetivo corporativo tiene demasiada aceptación en estos días).
Así pues, con el nombre de Comunicación Institucional nos referiremos tanto al área de una institución que se ocupa de llevar adelante actos concretos (relaciones con los medios, comunicación financiera, desarrollo de la identidad o marca, etc.) como a la disciplina académica que se dedica a estudiar y clasificar los métodos para que esos actos se realicen.
Como es sabido, la sociedad atraviesa una etapa en la que todo lo concerniente a la información, la imagen y la comunicación es considerado positivo. Aun así, puede decirse que todavía hacen falta ideas que den respuestas sólidas y duraderas a muchas de las preguntas que se han planteado en esta hipercodificada aldea global. Dentro del amplio universo de la comunicación, la Comunicación Institucional es hoy por hoy la respuesta más adecuada para la empresa o para cualquier otra forma de organización que trabaje en un ámbito en el que se requieran establecer lazos diversos a la hora de ejecutar acciones específicas.
La Comunicación Institucional, en definitiva, es una herramienta ineludible para lograr ese valor agregado, ese «toque de distinción», que permite diferenciar a una organización de sus eventuales competidores, contribuyendo así a que alcance —con mayor eficacia y profesionalismo— sus objetivos de rentabilidad o reputación, «presas» estas que, dicho sea de paso, no necesariamente tienen que «cazarse» en cotos separados.
Un delicado artefacto semiológico y pragmático
Podría decirse que la Comunicación Institucional es el conjunto de técnicas de las que se vale una institución (empresa, ONG, administración pública, etc.) para que, como decía en otro artículo, su «voz —definitiva, compleja y, por momentos, polifónica— transmita al mundo su mensaje». Si la voz en cuestión adopta estas características es porque emplea, al mismo tiempo, el discurso y la imagen o, si prefieren, el discurso como imagen. Su complejidad, en términos comunicacionales, se da precisamente en esto: por un lado, el discurso no se conforma con ser solo palabra, sino que funciona también como dador de identidad, esto es, construye la imagen que la institución necesita para presentarse ante la mirada de los otros, para diferenciarse de otros discursos similares; por el otro, la imagen no solo es la suma de dispositivos iconográficos o audiovisuales pensados para «publicitar» la institución, sino más bien el conjunto de aspectos positivos con la que el público la puede relacionar después de evaluar su comportamiento durante un tiempo.
Ahora bien, soy de la idea de que la Comunicación Institucional supone un complejo dispositivo semiológico en el que intervienen diversos tipos de signos, y recordemos que, para Guiraud, la «función del signo consiste en comunicar ideas por medio de mensajes»[1]. En efecto, en una sociedad hipercodificada como la nuestra, las estrategias comunicativas de cualquier institución estarán inscritas en lo que podríamos denominar una cartografía cultural, que, naturalmente, presentará coordenadas estables y, sobre todo, reconocibles: ningún mensaje institucional (ni siquiera los más autorreferenciales) puede construirse sin la certeza de que el público receptor maneja el mismo código que la entidad emisora, es decir, el mismo horizonte cultural, los mismos referentes, las mismas prácticas lingüísticas. Es por esto por lo que pensar la Comunicación Institucional desde esta perspectiva y no tanto desde la eficacia de sus resultados es ya de por sí una forma de adentrarse con seriedad en la materia, lejos del velado «exitismo» que caracteriza a los enfoques más utilitarios.
En esta misma línea, recomiendo pensar la búsqueda de eficacia comunicativa también como una actividad discursiva, tal como se la piensa desde el enfoque pragmático. Para la pragmática, los discursos están constituidos mayoritariamente por actos de habla, esto es, por construcciones discursivas que buscan modificar la conducta del receptor: una orden, una sugerencia, una insinuación, etc. Así, detrás de cada enunciado hay una intención, y cada enunciado, por lo tanto, bien puede entenderse como la estrategia que el emisor lleva a cabo para que esa intención se concrete. Huelga decir que las instituciones se rigen por estos mismos principios.
Pero, como es lógico, las instituciones tienen que manejar sus estrategias pragmáticas de una manera muy sutil. En primer lugar, por la naturaleza de su discurso (generalmente, autorreferencial); en segundo lugar, porque el público receptor no toleraría ser el objeto de una explícita manipulación en términos comunicativos.
La «autorreferencialidad» del discurso institucional se explica por la misma intención de construir una imagen ante el público receptor. Sin embargo, nada de lo que una organización pueda decir de sí misma tendrá validez sin que se pruebe la veracidad de su discurso, y esto solo puede hacerse mediante la evidencia empírica que pueda recoger el receptor de la realidad extralingüística, en otras palabras, de la buena reputación que la entidad haya sabido ganarse a lo largo de sus días.
En suma, la Comunicación Institucional es un delicado artefacto semiológico y pragmático que busca en cada uno de sus mensajes ratificar —o, incluso, mejorar— la reputación de la entidad emisora, ya que, como hemos visto, los comunicados contribuyen a construir y perfeccionar la imagen de la institución, del mismo modo que las acciones que le permitieron a esta granjearse o incrementar su reputación en cualquiera de las áreas en las que frecuentemente se mueve producen siempre (o casi siempre) contenido digno de ser difundido.
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[1] GUIRAUD, P. (1993). La semiología. México: Siglo XXI.