«Verba volant, scripta manent», así reza una vieja sentencia latina,[1] cuyo significado sería más o menos ‘las palabras vuelan, lo escrito permanece’. La frase alude a la volatilidad de las palabras que no están debidamente documentadas por escrito. Si la recordamos es para señalar que, del mismo modo que un escrito permanece como prueba de qué es lo que se ha dicho, también permanece como prueba de cómo se ha dicho, y esto último no es menos importante.
Como sabemos, el material escrito abunda en una institución. De hecho, podríamos decir que una institución comunica fundamentalmente a través de textos (impresos o digitales) sus mensajes para el público. Esos textos, ya entendidos como piezas comunicacionales, no solo tienen que estar bien escritos, sino también estar sintonía con la política comunicacional que la entidad haya decidido poner en práctica, política que, por cierto, determinará el estilo y el registro de lo escrito.
Si una institución descuida los textos que produce no solo atentará en contra de los principios más básicos del proceso comunicativo (un texto mal escrito suele ser difícil de leer y, en consecuencia, impide que el mensaje impacte eficazmente en el destinatario), sino también en contra de su misma imagen en tanto institución (ninguna entidad que escriba sus textos con errores ortográficos o gramaticales va a ser tomada en serio).
El dircom, por lo tanto, deberá encontrar a una persona calificada para que se ocupe de redactar o revisar los textos que la institución necesita dar a conocer, es decir, los contenidos textuales que «permanecerán» al alcance de todos (público, prensa del sector, instituciones competidoras, etc.). Es aquí donde aparece la figura del redactor institucional, una pieza imprescindible para el desarrollo comunicativo de cualquier organización y, para muchos, la más importante.
Como se deducirá del anterior apartado, la tarea de un buen redactor institucional no se circunscribe a escribir o revisar los contenidos textuales de una organización, sino también a elaborar y sugerir las estrategias discursivas más convenientes para cada una de los mensajes que se le encomiende (tipología textual, registro, estilo, soporte, etc.). Así, el redactor institucional cumple una doble función: la de escriba e intérprete.
Por todo esto, no es conveniente que el puesto de redactor institucional esté en manos de un simple redactor de contenidos. Sin ánimos de ofender a estos dignos trabajadores de la escritura, está probado que sus saberes y competencias están más orientados al copywriting, y lo que una organización necesita es otra cosa. La tendencia actual es que las empresas, corporaciones e instituciones sin fines de lucro contraten asesores lingüísticos para ocupar ese puesto, y es entendible por qué.
A diferencia de un redactor de contenidos convencional (y cito un fragmento de otro de mis artículos), «el asesor lingüístico está en condiciones de cubrir varias áreas a la vez: puede corregir textos, puede redactar textos y puede editar textos». Pero, por sobre todas las cosas, el asesor lingüístico posee una mirada integral y estratégica de la situación comunicativa en la cual los textos con los que trabaje, en tanto hechos del lenguaje, deberán finalmente aplicarse.
Aun así, existen redactores institucionales que, sin ser asesores lingüísticos, cumplen su trabajo a la perfección, pues han sabido especializarse en este particularísimo campo de la comunicación y la escritura. Son los de la vieja escuela, aquella que sabía que cualquier contenido textual que produjera el redactor debía tener el sello distintivo de la organización que posteriormente lo haría propio. Hoy en día, estos profesionales de la escritura son una rara avis, pero, sin duda, vale la pena buscarlos.
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[1] La cita se le atribuye al emperador romano Cayo Tito, quien, al parecer, pronunció estas palabras en un discurso frente al senado.
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