En la chapa del portón de un parqueadero de Bogotá La Wife deja retratado un rostro color azul rodeado de flores que estallan en tonos violetas y corazones que hacen piruetas por todo el dibujo. En un rincón de la obra Marianela Leguizamón deja su firma: “La Wife”.
Marianela pinta desde que era una nena y vivía en Puerto Madryn. Al principio dibujaba cuerpos y figuras humanas, con un libro que le regaló su abuelo que también era pintor.
Aun lleva el pelo corto, por arriba de la línea de los hombros, como cuando tenía 15 años y comenzó a estudiar en la escuela de Bellas Artes o cuando a los 18 tomó la decisión de irse a vivir a Buenos Aires para terminar de formarse como artista.
Marianela tiene la mirada limpia e imperturbable; sus ojos, levemente oscuros, poseen un brillo opaco y delicado, como el de una perla. La sonrisa contenida en la comisura de los labios y las graciosas pecas que le salpican la nariz y las mejillas le enriquecen el rostro. Hace algunos años que La Wife vive en Bogotá, porque según lo confiesa, tuvo que irse de Argentina porque allí “había poca oferta laboral”. Sin embargo se la nota feliz, no sólo por la aventura que significa ser residente en otro país y experimentar una cultura ajena, sino porque puede hacer lo que muchas personas no, vivir de lo que a ella le gusta.
– ¿Cuáles son las posibilidades que te da la calle que no encontrarías en otros ámbitos?
– Sigo haciendo muchas cosas que me gustan, pero lo que pasa es que la calle nunca se abandona. Te proporciona mucha visualización de obra, es masiva y llega a más mentes y corazones.
-¿Qué lugares específicos elegís para hacer las pegatinas y los murales?
-Existe una sola pauta que es aportar desde lo constructivo y no joder a nadie, esa es mi manera de buscar los lugares. No le pinto la casa a nadie sin su permiso. Con las pegatinas, en cabio, suceden otras cosas, porque como el papel es un material más efímero, no tengo que pedir permiso, aunque para este tipo de trabajos trato de buscar sitios naturales o lugares abandonados. Sucede que muchas veces aun sin pedir permiso las pegatinas no molestan, y además aportan color a la calle.
-¿Cuáles son los horarios para salir a la calle a pintar un mural?
– Al principio en Buenos Aires salía de noche, pero con el tiempo me di cuenta que ese era mi propio prejuicio, entonces comencé a salir de día y lo único que pasaba eventualmente, era que se producía una interacción con los vecinos, pero todo dentro de
un marco de buena onda. Con la policía he tenido mis experiencias, pero nada más grave que preguntarme o decirme: “No hagas eso acá”.
-Existen los que creen que lo que un artista pinta en la calle tiene un significado sólo para el autor de esa obra y por otro lado los que piensan que una vez que el trabajo está hecho en la pared adquiere el significado que cada persona quiera darle.
¿Para qué y para quien pintas vos?
-Primero porque es el aire que respiro y lo hago por mí, también por las personas que miran y piensan y sienten cosas al hacerlo. No me importa lo que interpreten, me interesa que les pasen cosas cuando lo vean.
-Como pasa en la música y en la literatura, también en pintura, la situación emocional de los artistas se ve plasmada en sus obras. ¿Eso te ocurre? ¿Cuánta importancia le das a los sentimientos?
-No sé si se trata de mis propios sentimientos sino de los de la humanidad. Es obvio que al estar creando se genera un dialogo con uno mismo, pero llega el momento cuando, después de hacer tu propia catarsis, evalúas lo que estás diciendo a las personas que lo van a ver y sabes que va a producir una cierta complicidad con los demás.