En el diálogo platónico intitulado Crátilo, Sócrates ataca dos teorías lingüísticas sobre el origen del lenguaje y sobre la exactitud de las palabras: el convencionalismo que defiende un personaje llamado Hermógenes, por un lado, y el naturalismo preconizado por Crátilo, por el otro. Afirma la primera que los nombres de cada una de las cosas que habitan el universo son colocados por los hombres, luego validados por el uso diario y a la postre fijados por la costumbre; por ejemplo: llamamos «espada» al «Arma blanca, larga, recta, aguda y cortante, con guarnición y empuñadura[1]» no porque esté en la esencia de la espada ser llamada «espada», o porque algún dios le haya adjudicado tal nombre, sino que se debe a la unánime decisión de un grupo humano con determinada lengua de que dicho instrumento reciba el nombre de «espada» y no de, por ejemplo, «castillo» o «tumba».
La segunda teoría, la naturalista, afirma lo contrario: los nombres ya están por naturaleza contenidos en las cosas mismas; es decir: en el Río Adigio ya está su nombre, en la esencia del ser humano ya está contenida la palabra «humano», y el cielo implica per se el término «cielo». El argumento —recurso teatral, mejor dicho— que utiliza Crátilo para defender esta teoría es el infame deus ex machina, que tanto asustó a Aristóteles y que consistía, durante el transcurso de una representación dramática, en introducir en el escenario, a través de unas palancas, la figura de alguna divinidad a efectos de resolver la enredada trama que el autor de la obra había concebido y de la cual no sabía salir a través de la lógica. Traducido a la cuestión lingüística, lo que Crátilo quiere decir es que son los dioses o algún nominador lingüístico suprahumano quienes adjudican infaliblemente los nombres a todas las cosas; es decir, los nombres expresan la esencia de la cosa merced a la previa designación divina.
Obviamente, la segunda teoría es falsa: no hay divinidad alguna cuya función sea la de colocar nombres. Ya toda la lingüística moderna y contemporánea ha cubierto de tierra el naturalismo lingüístico e inclinádose, en cambio, al convencionalismo, el cual puede ilustrarse de la siguiente manera: si algún día se nos ocurriera ponernos de acuerdo unánimemente para cambiar el nombre de «escudo» por el de «espada», entonces todos los escudos pasarían a llamarse «espadas», conservando sus cualidades: arma defensiva, generalmente de acero y circular, etcétera.
Pues bien, en Romeo y Julieta (Escena II, Acto II), Shakespeare manifiesta su adhesión a la teoría convencionalista a través de la boca de Julieta, quien, desde el balcón, declama a su amado Romeo los siguientes versos:
What’s in a name? That which
We call a rose
By any other name would smell as sweet[2]
Julieta, la niña e ingeniosa Julieta, en tres versos muy bellos nos resume la verdad sobre una cuestión que Platón y sus coetáneos discutieron más de una vez y que también fue objeto de calurosos debates durante la Edad Media. Y cierto es lo que ella dice: la rosa, a pesar de que se le cambie el nombre, no dejará de ser dulce, suave, rosa, retoño del rosedal; la rosa que alguna vez fue el símbolo de la belleza, la rosa que alguna vez fue el símbolo de la pasión amorosa, la rosa que alguna vez fue el símbolo de la juventud; la rosa que fue el escudo de la Casa de Tudor y la cura para la embriaguez en los banquetes de la Antigua Roma; la rosa de Sarón, la rosa de Julieta, la rosa que pensé yo para escribir esto y la que vos, lector, imaginás ahora.
Todas estas rosas pueden ser recordadas por su nombre, sí, pero no es el nombre «rosa» lo que percibimos cuando percibimos alguna rosa, pues téngase presente que muchas palabras hay para significar la rosa: rose, Rosen, roos; y quien domine, respectivamente, el inglés, el alemán y el neerlandés, percibirá lo mismo que percibiremos los hispanohablantes si todos viésemos la misma rosa. Seguramente se nos vendría a la mente la palabra «rosa» al ver una rosa, pero no es el nombre «rosa» lo que le otorga existencia concreta —valga la redundancia— a la rosa.
Si nos propusiéramos desglosar aquellos versos de Julieta en un léxico más moderno, pero conservando su esencia poética, podría quedar así:
¿Qué es un nombre? Nada, sino un mero soplo de la voz[3]; porque, Romeo mío, si otro nombre el mundo te diera, seguirías siendo mi esposo, el objeto de mi amor, la causa por la que vivo y por la que muero.
No es el nombre de la rosa lo que hace que la rosa rosa sea, sino que la rosa es rosa por su color, por su forma, su tamaño, su aroma, sus hojas, su fruto; su física —por decirlo de alguna forma— es lo que hace que la rosa rosa sea. Lo que quiero decir, en suma, es que las cualidades de alguien o de algo no cambiarán, aunque cambien sus nombres. Si Romeo y Julieta se despojaran de sus nombres, no dejarían de ser una de las tantas gloriosas creaciones de Shakespeare; no dejarían de ser esos jóvenes amantes que se reafirmaron una y otra vez en sus respectivas naturalezas contra las tiranías de la sociedad, por amor y hasta la muerte, dejándonos —más que sus nombres— sus símbolos, ineludibles en la Literatura Universal.
[1] Definición otorgada por la RAE en su diccionario.
[2] Una traducción en prosa sería: «¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa, con cualquier otro nombre tendría el mismo dulce aroma». Julieta le indica esto a su amado porque éste no deja de ser, a pesar de todo el amor que le tiene, un miembro de la familia Montesco, enemigos de los Capuleto, la familia de Julieta.
[3] Flatus vocis es la expresión latina que se traduce por «soplo de la voz»; dicho en otros términos, todas las palabras son vanas. Al respecto, es dicha expresión de gran importancia para la Historia de la Filosofía, importancia que no puedo describir en esta pequeña nota.
Muy hermoso