Jorge Luis Borges fue ese escritor que se animó a hacer de la literatura algo estrictamente «literario», es decir, sin insertar cosas ajenas a la cualidad de «fantástica» que tiene la ficción, ya que lo cierto es que cualquier forma de narración —por más «realista» que sea— es irreal; con esto quiero decir que Alonso Quijano no saldrá de las páginas del libro de Cervantes para insertarse en la realidad y tener, así, rango operatorio en ella, ni tampoco las familias aristocráticas de Guerra y Paz saldrán a luchar contra franceses de carne y hueso. Incluso la literatura que «documenta» algún aspecto de la realidad es irreal, por el mismo motivo antes dicho. Y es el escritor como Borges el verdadero artista, y no esos que pretenden cambiar el mundo con sus libros —cosa que, dicho sea de paso, fracasa siempre, en mayor o en menor medida—, puesto que el arte literario opera siempre en un plano irreal, y aquella literatura que quiere hacerse «real» pierde su valor artístico, por el sencillo motivo de que se aleja de su naturaleza, y todo aquello que se aleje de su naturaleza se acerca a ser más otra cosa que lo que en esencia es, tergiversando, así, su cualidad innata. Este principio, aplicado a la literatura, podría resumirse así: cuanto más «real» sea un texto de ficción, menos calidad literaria tendrá y, como tal, aquel que quiera «dar a conocer la realidad» se quedará dentro de los límites de un documento[1], cosa que no tiene nada de literario. La literatura literaria —esto es, la literatura— es consciente de su inutilidad en el mundo pragmático, o sea, en el mundo real; en el mejor de los casos, es un paraíso de placeres intelectuales, y este es el caso de don Jorge Luis Borges.
No obstante todo esto, no niego que Georgie haya escrito relatos más «apegados a la realidad, presente o histórica»[2], empero son sus cuentos estilo fairy-tale con agudezas propias del intelecto moderno sus mejores piezas, como ser: Funes, el memorioso; El inmortal; El aleph; Las ruinas circulares; esa perfección titulada Tlön, Uqbar, Orbis Tertius; El jardín de los senderos que se bifurcan. A su vez, muchos de sus cuentos más bellos están ambientados en geografías harto diferentes de aquella en la que vivió. Estos cuentos —«cosmopolitas», si se me permite el término— demuestran el respeto, la pasión y la erudición de su autor para con otros pueblos literarios. Borges, ignorando, consciente o inconscientemente, a esos escritores y filósofos que recomendaban aspirar a lo universal desde lo particular, fue directamente a lo universal, cosa que le salió a las mil maravillas. Dejó de lado el nacionalismo, la patriotería, el chovinismo criollo, e hizo del mundo entero una fuente de asuntos susceptibles de convertirse en textos literarios. A este proceder yo lo respeto, lo admiro y lo imito, pues ¡cómo me conmoví al leer por primera vez Los dos reyes y los dos laberintos! ¡Cómo empatizo con su ternísima versión del minotauro! ¡Cuán original es esa fábula cristológica sobre Judas! ¡Cuán genial es el Tema del traidor y del héroe! ¡Y qué fuerza artística la de La muerte y la brújula![3] Él no es ningún filósofo, ningún pensador, ningún intelectual; él es un literato hecho y derecho y nada más.[4]
Sé que Borges descreía de los halagos, pero no puedo callar y guardar lo que siento por su obra y su persona. Es que en cualquier hombre con un mínimo de verdadera y sana inteligencia inevitablemente despierta Borges interés y, a la larga, admiración; más aún en un país de inmorales trogloditas como lo es Argentina; más aún en este siglo de irracionalidad, de pobreza artística, de confusión y nebulosidad. En medio de esto, se podrá creer que examinar el laberinto que es Borges sólo sería agregarle más enredo a nuestra vida, pero nada más lejos de la realidad: la irracionalidad del mundo contemporáneo está en el polo opuesto de la iluminadora racionalidad de Borges, y en este caso los opuestos no se atraen; de lo contrario, Borges sería un best-seller. Lo que sucede es que los laberintos, las enredaderas, las tramas de Borges están llenas de sentido una vez desenredadas; y tienen sentido porque tienen forma, porque tienen belleza, porque tienen orden. Orden, sí. Porque —me corrijo— la literatura de Borges no es tanto un laberinto como un rompecabezas: al principio tenemos las fichas, desordenadas, sin armonía, pero luego, con nuestra inteligencia, vamos juntándolas para ver la forma que nos da la suma de todas esas partes. De forma análoga opera Las ruinas circulares: al principio y hasta más allá de la mitad del relato, no entendemos nada, pues todo nos parece confuso, enigmático, excesivamente complejo, pero al final, en un único párrafo, lo comprendemos todo.
Me pone un poco triste saber que nunca podré mantener un diálogo con él… a no ser que sea en mis sueños… ¡Claro! Cualquier fantasía onírica, es decir, cualquier ficción que pueda yo tener con Borges va a ser siempre mejor que cualquier charla real. Al fin y al cabo, la primera sería literatura; la segunda, no.
La Cumbre, Córdoba.
Agosto de 2022.
[1] No todo escrito es literario. La información nutricional de un producto o un pasacalle son escritos, sí, pero de no del tipo literario.
[2] Sería el caso de textos como Historia del guerrero y de la cautiva; Deutsches Requiem.
[3] Doy gracias al cosmos por hacer de Jorge Luis un devoto del género policial.
[4] No hace falta que haya algo más, pues en Borges o, mejor dicho, en el sótano de la casa de Carlos Argentino Daneri está todo.