Por Anabel Mica | Argentina
Supongamos que una persona nos hace un comentario que puede interpretarse tanto en serio como en broma. Optamos por reaccionar de una u otra manera. Si tomamos el comentario como un chiste, nos acusa de que era un “asunto serio”, o -caso contrario-, de no tener sentido del humor.
Observemos otra situación: en nuestro trabajo se nos demanda hacer una tarea determinada y tan pronto como nos disponemos a realizarla, se nos pide rápidamente que hagamos -también- otra diferente. Como el tiempo, al igual que nuestros recursos son limitados, seguramente no podamos hacer ambas a la vez sino una después que la otra, es común recibir entonces el reclamo de haber desatendido una de ellas.
Estos son sólo algunos ejemplos que pueden suceder a nuestro alrededor y en nuestras propias relaciones interpersonales, en donde “supuestamente” se plantean dos posibilidades de elección, pero tan pronto como nos decidimos por una, somos culpables de no haber optado por la otra. El esquema que sustenta esta dinámica es tan simple como complejo: Si hacemos A, se nos reclama que debimos haber hecho B y si en tal caso hiciéramos B, lo correcto hubiera sido haber hecho A.
En general es muy sencillo “caer en la trampa” que estas situaciones proponen, ya sea porque estamos inmersos en contextos de poder donde, como en este último caso, el conservar el empleo resulta imperioso por lo cual de algún modo privilegiamos el sometimiento como única alternativa posible. O, como ocurre en algunas relaciones afectivas, estamos tan pendientes de realizar una acción determinada con la expectativa de satisfacer al otro, que olvidamos considerar si ese otro está en condiciones de poder reconocerla y valorarla.
Cuando consentimos esta dinámica pareciera no haber escapatoria posible, se trata de un mecanismo perverso que se vale de la culpa como herramienta de manipulación. Si acepto la manipulación sin decir nada, estoy favoreciendo el continuar siendo manipulado. Si en cambio expongo el mecanismo en juego que propone el otro, posiblemente me manipule afirmando que jamás lo hizo.
Esa perturbación interior que sentimos como víctimas, no es más que el reflejo de la propia desdicha de quien nos exige imperiosamente hacer lo contrario de lo que hayamos hecho, aún siendo contradictorio en sí mismo.
Psiquiatras y psicólogos coinciden en que resulta mucho más fácil rechazar una u otra alternativa cuando se nos presentan por separado que juntas y por supuesto dependiendo del contexto.
Entonces, ¿qué es lo que podemos hacer?
En primer lugar ya es un logro advertir que un mecanismo de este tipo está ocurriendo, dado que muchas veces se presenta con tanta sutileza que puede pasar inadvertido. Este es el primer paso para recuperar el control de la propia mente y poder salir de ese lugar de objeto en el que el otro nos coloca. En la medida en que puedo reflexionar, puedo tomar distancia de la situación entendiendo que no tiene que ver conmigo, sino con la otra persona.
El segundo y gran desafío es trabajar sobre nuestra culpa para desarticular el sustento de esta trampa. La culpa se nos presenta muy fácilmente ya que desde pequeños nuestra crianza ha favorecido este sentimiento en nosotros, desde la religión hasta muchos dichos de nuestros padres, maestros, amigos, etc., por lo cual no es algo sencillo de revertir, pero sí necesario en favor de nuestro crecimiento personal.
Si por el contrario no logramos hacer nada, estaremos contribuyendo a que nuestro malestar se acreciente, sintiéndonos ahora doblemente culpables: culpables por habernos hecho cargo de aquello que se nos reclama (a pesar de que no había alternativa posible), y culpables por habernos quedado al margen de un mundo agradable y optimista, que como objetos del deseo perverso de un otro ya no nos pertenece.