Caminaba por un bello sendero cuando descubrí una cascada, que, llena de fuerza, atravesaba unas elevadas montañas. Seguí paso a paso su cauce y vi que caía por la pendiente de éstas, hasta desembocar en la chimenea de una gran casa. Por lo que podía observar, era la única forma de poder entrar en ella. Nunca había visto algo tan extraño.
Mi abuelo me enseñó a tenerle respeto al agua, y, por qué no decirlo, también le tengo un poco bastante de temor; pero el enigma de lo encontrado superaba ese sentir. Entonces, respiré profundo, tomé coraje y me dejé deslizar por el torrente.
En cuanto me sumergí sentí que un frío intenso recorría mi cuerpo y al instante me hallaba en lo que seguramente era el hall de entrada a la casa, en el que sólo estaban la chimenea y una puerta entreabierta. Absolutamente todo el cuarto estaba lleno de agua, era como estar en una pileta con techo. Nadé hasta la portezuela, la abrí lentamente, y, ante mí, se presentó un largo pasillo por el que desfilaban numerosos peces de diversos colores y tamaños. La luz era uniforme y permitía ver puertas a ambos costados, todas ellas abiertas. Era tan impactante que no percibí cuánto tardé en aclimatarme.
La única forma de recorrer la casa era nadando. Nunca fui muy atlética, por lo cual comencé a desplazarme con la gracia que las escasas clases de natación tomadas en mi infancia me permitieron. Aunque debo confesar que lo que me movía verdaderamente era la curiosidad.
Miré hacia un lado y al otro pudiendo identificar habitaciones donde todas las ventanas estaban cerradas. Ingresé en la primera a la izquierda. Parecía un escritorio, había sillas, cuadros, teléfonos, lámparas, etc., y todo parecía estar pegado tanto en lo que sería el piso como en las paredes y el techo, generando una especie de original escenografía. De este modo y sin nada que estorbara a nuestro alrededor, los peces y yo podíamos desplazarnos tranquilamente en esas aguas.
Recorrí el segundo cuarto; esta vez un living comedor con un enorme sillón bordó y sillas al tono, una televisión (apagada, por supuesto), una mesa decorada con candelabros de plata y bronce preparada con copas, platos y cubiertos para alojar doce comensales. Todos estos objetos se distribuían como en la anterior habitación, por arriba, por abajo y a cada costado, sin seguir una lógica al menos entendible para mí. Pero la diversidad de peces y las cosquillas que me hacían al acariciarme con sus aletas me mantenían anonadada. Aparecieron un millar de burbujas, y, al disiparse, pude ver una muy blanca y esbelta mujer. Tenía el cabello largo por la cintura, ojos verdes intensos y de gran tamaño, remarcados por unas misteriosas cejas, una nariz prominente y una bella boca insinuante de labios rojos. Llevaba puesto un vestido largo blanco casi tan blanco como su piel. Pensé que podía ser una sirena, pero se desplazaba moviendo suavemente y de modo casi imperceptible dos largos pies. Sus movimientos daban la sensación de ser una con el agua.
Me escondí bajo la mesa para observarla con detenimiento y noté que acompañaba sus desplazamientos tarareando una dulce melodía. ¿Cómo podía ser que escuchara de un modo tan perfecto bajo el agua?
Tuve la intención de hablarle, pero no quería asustarla. Y eso me hizo reflexionar, ¿hablar bajo el agua no era imposible? ¡Me quedaría sin oxígeno! Aunque ahí mismo caí en la cuenta de que, desde que había ingresado por aquella chimenea, no había salido a tomar aire, ya que no había modo posible. ¿Cómo podía ser?, llevaba allí más de veinte minutos y ni siquiera había sentido la necesidad de hacerlo.
Mi ecuación mental fue fácil, si no lo había necesitado en tanto tiempo, ¿por qué debería de precisarlo ahora? Conforme con mi respuesta decidí dedicarme a seguir admirando a la encantadora mujer.
Ella parecía no percatarse de mi presencia.
Desplegó sus brazos hacia arriba y comenzó a mover sus manos de un modo circular. De inmediato, una sombra cubrió la mesa donde me escondía y destellos de un luminoso color plateado me encandilaron. Al poder fijar la vista advertí que era un grandísimo y elegante pez espada, con su lomo de un destellante turquesa y con un hocico largo, delgado y muy afilado.
Temí que fuera a atacar a la muchacha. Pero mi temor duró sólo un segundo debido a que comprendí que con su danza lo había estado llamando, y él, cual animal amaestrado, obedecía a su dueña. Se le acercó, y ella lo acarició con gran ternura, pareció decirle algo, lo montó y a gran velocidad salieron del cuarto. Tuve el ímpetu de seguirlos, pero sus desplazamientos fueron tan rápidos que los perdí de vista. Me pregunté hacia donde se dirigirían.
Decidí continuar el recorrido por la casa…
(Sonido de un teléfono)
De repente, sonó el celular. Entrecerré el libro que tenía en mis manos.
No podía creer que interrumpieran mi momento de lectura. Antes de siquiera espiar quien llamaba, volví a mi libro. Vaya a saber qué otras bellezas ocultas a nuestros ojos encontraría en él.
ILUSTRACIÓN: @velimna