Cuando hablamos de actividad física, deberíamos considerar seriamente comenzar a realizarla en alguna de sus múltiples posibilidades y convertirla en hábito, más aún si ya empezamos. Pero ¿qué es lo que debemos tener en cuenta a la hora de empezar?
1 – Qué, cómo, cuánto y para qué
Asesorarnos con profesionales idóneos:
- Un médico que conozca nuestra historia clínica y nos realice los chequeos necesarios, por un lado, para conocer nuestro estado de base, y por otro, para que nos diga qué actividades pueden ser las más adecuadas.
- Un profesor/a de Educación física que evalúe (y nos aconseje) qué tipo de actividad realizar sobre la base nuestras posibilidades e historia clínica, deportiva, objetivos y deseos. También la frecuencia mínima o la complementación, en caso de que nos encontremos realizando algún otro tipo de actividad.
2 – ¿Qué tipo de actividades nos convienen? La ventaja del componente social
Como mencionaba anteriormente, dependerá de las particularidades de cada uno. Sin embargo, y dentro de las posibilidades, siempre aconsejo actividades compartidas con otros (amigos o conocidos en lo posible), así como también profesionales con los que te sientas a gusto.
Además de la mejora de la condición física, el componente social que podamos tener durante las clases nos permitirá, no solo comprometernos con nosotros mismos, sino también con «ese otro», y generar un espacio en el que compartamos inquietudes, temores, opiniones, y que terminemos haciendo «propio».
3 – ¡Permitirnos conocer!
Si bien hasta lograr generar un hábito tendremos que «obligarnos» a hacer algo que no queremos (a pesar de saber que DEBEMOS), puede que al comenzar a realizar algún tipo de actividad no nos sintamos a gusto o lo suframos realmente, y terminemos abandonando.
¿Cuántas veces escuchamos anécdotas de gente que nunca fue muy adepta al entrenamiento y termina corriendo maratones o en grupos de running, nadando en aguas abiertas, saliendo a hacer kilómetros en bicicleta, cruzando montañas o entrenando todos los días en un gimnasio?
Por esto es importante no bajar los brazos y, en caso de abandonar, permitirnos probar otro tipo de actividad diferente, otro profesor, otro lugar, no necesariamente para hacer cumbre en un cerro, sino mejor aún, en pos de una mejor calidad de vida.
4 – Cuesta arriba
Seguramente, las primeras semanas de entrenamiento experimentemos dolores musculares. «Mañana te vas a acordar de mí, y de mi familia», les anticipo a muchos que comienzan sus primeras clases, no por haber realizado un entrenamiento extenuante, sino por la necesaria adaptación que atravesamos al empezar a mover, activar, y dañar algunas fibras que no ponemos normalmente a «trabajar».
Es en esos momentos de cansancio y desgano cuando debemos apelar a nuestra voluntad, para que nos empuje a salir de casa o, por qué no, a ejercitar puertas adentro.
Una vez que comencemos a transitar ese camino, esa «pesadez» se aliviará y comenzaremos a disfrutar de esos espacios que al principio eran una obligación, y, al habituarnos, pareceremos avanzar como con un envión «cuesta abajo».
5 – ¿A dónde apuntamos? A mantenernos activos
Los objetivos que nos planteemos deben ser motivadores, desafiantes y posibles de lograr: «bajar masa grasa», «bajar el colesterol», «bajar la glucemia». Sin embargo, deben ser el camino, no la llegada. Si buscamos lograr dichos objetivos para «poder dejar la actividad», no solo habremos estado perdiendo el tiempo, sino la enorme posibilidad de mantener una calidad de vida considerablemente mejor.
En conclusión, debemos seguir caminando una vez que hayamos bajado la cuesta, y por qué no, animarnos a subir otra.