Me senté frente a mi computador, abrí el Word y vi esa hoja en blanco que te aparece una vez que vas a empezar un nuevo documento. Me preguntaba qué quería contarte hoy. Y, a decir verdad, han sido unas semanas movilizadoras en muchos sentidos. Quizás, si lo pienso bien, podría elegir un tema al azar, total, todos van al mismo lugar: la vida misma. Pero me tomo una pausa para abrir Spotify. Hace tiempo que quería volver a escuchar a Juana Molina, y me alegró de ver que ha publicado un remasterizado de su álbum Segundo. Sin dudarlo hago clic en Play y arranca. Vuelvo al Word; sigue en blanco.
No estoy seguro por qué, pero comencé a pensar en el universo, en cómo se vería todo desde allá afuera si enfocáramos la mirada hacia acá adentro. Pienso en lo pequeño que debe parecer todo y en lo grande que debe lucir la nada misma. Pienso en estas cosas; un domingo al mes pienso en estas cosas (esto empieza a sonar a canción).
Desde muy chico he mirado a las estrellas. Algunas veces, esperando a que alguna destelle para mí; otras, tratando de entender qué hacen ahí afuera, cómo pueden mantenerse flotando en el vacío. Hace algunas noches pensaba que había que llenar ese vacío con más estrellas o darle otro color. Uno menos «vacío».
En mi niñez, durante el día, también solía alzar la mirada buscando el cielo. Por un tiempo desarrollé una fijación por él: tomaba notas de las horas en las que me gustaba cómo se veía, hacía fotografías mentales de su apariencia, podía recordar cómo cambiaba en comparación con el día anterior, o la semana pasada. Miraba mucho al cielo, me resultaba más interesante que la apariencia horizontal de las cosas.
Después de la medianoche me escapada silenciosamente por los pasillos de la casa donde crecí, mientras todos dormían, descansando para arrancar la jornada que tanto detestaban. Los ronquidos de mis papás eran el sonido suficiente para camuflar mi escabullida, abría la puerta al patio trasero, escalaba un muro que me llevaba al techo y, desde ahí, miraba las estrellas. En esos años vivíamos en una zona bastante alejada de la ciudad, eso nos permitía gozar de hermosas noches estrelladas y de silencios ensordecedores, creo que nadie más se daba cuenta. Yo, mientras tanto, podía apreciarlo, con la absurda idea de hacerme compañía con las estrellas.
En mi memoria guardo cuatro momentos en los que mirar al cielo me ha dejado perplejo. El primero, cuando a los diez años vi una estrella (quiero pensar que así fue) descender detrás de unas montañas cercanas a la casa donde crecí. Después, en mi adolescencia, cuando vi un cometa caer en la lejanía de mi ciudad. Ya más adulto, cuando, acostado sobre la arena, mientras acampaba en el desierto de Merzouga en Marruecos, creí ver un conjunto de asteroides moverse en la misma dirección. Y más recientemente, cuando, en Irlanda, me senté junto a un grupo de amigos a orillas de la playa a meditar y pude presenciar cuatro estrellas fugaces azules e intensas que me dejaron sin aliento.
El universo es un concepto fascinante. Lo imagino atestado de vida, vida que deberíamos comenzar a prestar atención. El universo es la manta que cubre nuestra existencia, nos abraza y hace que esta familia cósmica tenga sentido. Muchos se preguntan cuál es la razón de que estemos aquí; yo no me gasto en esa pregunta, estamos aquí porque somos parte de un engranaje universal que da sentido a todo lo que existe.
Hoy, mucho más grande y menos sabio, sigo mirando a las estrellas y siempre creo dar con alguna que parece estar brillando para mí. No hay manera de comprobarlo, pero cada uno se cuenta la historia que quiere.
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