Miré a través de la ventana de mi vuelo a Marrakech, esperando que durante el descenso se dejen ver aquellos rojos colores de los que tanto había leído y de los que tenía grandes expectativas. Este destino formaba parte de una agenda de lugares que me exigí recorrer a mis treinta y tres años sin siquiera haberlo considerado un tiempo atrás. No obstante, todo lo que vino después jamás lo hubiera imaginado.
Aunque el país destila una apacible apariencia democrática, en la actualidad, Marruecos se rige por la monarquía absoluta de Mohamed VI. Pisar las tierras donde gobierna un rey es, sin duda, algo especialmente llamativo, pues a medida que te alejas del aeropuerto, es inevitable que veas el contraste entre la pobreza y lo que pareciera ser una fachada de lujo y ostentación. Mi chofer, Azîn (amigable, pero con cierto tono pasivo-agresivo), me llevó hasta el riad, una especie de posada con gran atractivo estético que pone en manifiesto la más profunda cultura de los árabes. Cuando me adentré en el centro de Marrakech, no pude evitar maravillarme con un hermoso y armonioso caos que aturdía mis sentidos: las motos en alta velocidad que se metían sin medir distancias entre los autos, las personas que cruzaban las calles esquivándolas y los animales que se unían a la comunidad vestida con su chilaba, como si —aun cuando ya ha anochecido— la luna pudiera quemarles la piel. No pude esperar para vestirme de esa manera.
Cuando el auto se detuvo, a un par de cuadras de distancia de La Medina, un hombre de piel oscura y gran sonrisa abrió la puerta para mí y me dio la bienvenida con ese acento amigable entre inglés y árabe, que me hizo acordar a los actores de Life of Pi. Su nombre era Amîn. No les mentiré, a pesar de su sonrisa alentadora, me sentí intranquilo, ya que muchas cosas estaban ocurriendo alrededor del auto. Las motos seguían pasando a centímetros de mí, los gritos en árabe se seguían escuchando a lo largo de la calle y las mesas dispuestas en la vereda seguían exhibiendo comida que parecía indescriptible.
Amîn era el encargado del riad donde me hospedaría durante cinco días, así que tomó mi valija y amablemente me guio hasta allí. Mientras caminábamos, nos alejábamos del caos y entrábamos en unos estrechos pasillos con paredes de aquel color rojizo que estaba esperando conocer. Esas paredes gastadas por el tiempo no lucían como las que vemos en los wallpapers de Windows, pero, aun así, en la noche me resultaban atractivas. Seguimos caminando, y Amîn rompió la tensión preguntando de dónde era y a qué me dedicaba. Me sorprendió lo amable que sonaba al hablar. Creo que intentaba distraerme, pues, cada vez que levantaba mi mirada, podía ver cómo aparecían misteriosas y sospechosas personas en la oscuridad. No sabía si era mi percepción o realmente podía estar en peligro. Jamás me sentí tan lejos de casa.
Para tranquilizarme, Amîn me contó que este era su trabajo temporal, porque estaba terminando una maestría en Economía, y el dinero que ganaba le ayudaba a pagarla. Hablaba tres idiomas con fluidez y estaba aprendiendo dos más. Trabajaba 24 horas en el riad cinco días a la semana, y esto no parecía molestarle, pues, al parecer, no tenía más opciones. De alguna manera estaba contento de que ese fuera el precio que tenía que pagar. No pude sino sentir una gran admiración por él.
Llegamos al riad y, al abrirse una hermosa puerta de madera con incrustaciones que simulaban oro (sí, oro sería lo que mis ojos verían adentro), me encontré con un inesperado paraíso entre las sombras. Me sentí a salvo y afortunado por estar en ese momento y en ese lugar. Amîn me sirvió un té de menta, esa era su bienvenida. Pude notar cada detalle del ambiente, como un retrato del rey Mohamed VI colgado de una de las paredes. El silencio permitía escuchar el sonido del agua que caía de la fuente situada a mi costado. Enseguida entendí que el silencio era parte de su cultura, aun cuando en el centro de la ciudad parecía haber una gran fiesta a la que todos estábamos invitados.
A la mañana siguiente, me despertó un sonido/voz que hablaba por lo que parecía ser un micrófono en la distancia. Miré el reloj, y eran las cinco de la mañana. Se trataba del llamado a la oración, que ocurre cinco veces al día, y ese era el primero de la jornada. Su intención era recordar a los creyentes que había que dedicar el pensamiento, cuerpo y alma a Alá.
Amîn se marchó horas más tarde, y en su lugar quedó Azzâm, el nuevo responsable del riad, quien me esperaba para servirme el desayuno. Él mismo cocinaba los huevos y calentaba la leche mientras yo esperaba en la mesa. Todo parecía una visita a la casa de tu abuela más cariñosa. Azzâm, al igual que Amîn, 24 horas en el riad cinco días a la semana. Aunque no estudiaba, tenía grandes planes para emprender su propio negocio de tours guiados al desierto de Merzouga. Aunque no contaba con educación formal, hablaba cuatro idiomas y sentía gran curiosidad por las culturas de todo del mundo. Así como su compañero de trabajo, sabía que, para lograr su meta, debía pagar un precio.
Tras una breve explicación de cómo llegar a La Medina, comenzó mi caminata, y la belleza de aquellas paredes de la noche anterior me parecía aún más apreciable. En Marrakech hay una regla para el color. El exterior de los edificios tiene que ser rojo-ocre, el color natural de la tierra local, usada tradicionalmente como material de construcción, y es por eso por lo que se la conoce como «ciudad roja». Siempre tuve una fijación por las enormes puertas y ventanas con arabescos, así que estaba en la ciudad correcta para darme un gran festín.
Caminar por los pasillos que llevan a La Medina era como vivir una escena de Aladdin y, si bien este es un personaje de otra geografía, los colores, las telas, las personas, y el embriagador olor de las especias me hacían despertar emociones que pensaba solo existían en Las mil y una noches. Pero ahí estaba yo. Ahí estaban también los vendedores.
El arte del regateo marroquí
Todo lo que vendían era deslumbrante y hasta aparentaba tener una historia detrás. Su forma y estética parecía decir «llévame a casa», pero la realidad es que, en principio, había que regatear. En mis primeros intentos fui estafado por pagar 30 euros por una bufanda que costaba 6 euros, pero sabía que se trataba de un juego, de una costumbre fundamental y cotidiana de la vida de los vendedores. Recuerdo haber descifrado su modus operandi: cuando te acercas a su tienda, el vendedor sale a recibirte con una gran sonrisa, como la de Amîn (¿acaso él estaba esperando una propina de mi parte?), y te pregunta de dónde eres; cuando nombras el país, usan la misma respuesta para todo: «Oh I love your country, Messi, Messi, Messi is a good player, but everyone there is a good person. Because you are from there, I have a special price for you, and now, you are my friend forever». Al principio, suena encantador, luego desagradable, pero si lo piensas mejor, cuando queremos lograr algo, ¿no todos usamos la misma técnica en mayor o menos escala? Es decir, el carisma (la empatía, la simpatía o como queramos llamarlo o usarlo) es aplicado siempre para un fin que nos beneficie. Así, en este caso, tras sentirte a gusto, terminas comprando, y todos ganamos.
Los vendedores marroquís me agotaron emocionalmente, porque, cuando preguntaba un precio, siempre respondían con una pregunta capciosa: «How much you wanna pay?». Tras hacer mi oferta, el vendedor se mostraba indignado y me pedía que me fuera de la tienda, apenas daba unos pasos, ya tenía al vendedor detrás de mí, que, con su gran sonrisa, nuevamente me invitaba a volver: «My friend, my friend, because I like you, I have another special price for you…». Ir de compras en Marrakech no fue divertido para mí; sin embargo, me ayudó a ver, aunque de manera caricaturizada, lo que somos capaces de hacer para lograr nuestro objetivo.
El viaje continuó, y no pude dejar de pensar en las distancias. Siempre que voy a un nuevo lugar me ocurre lo mismo, recuerdo que cuando estamos en nuestro hogar, en la comodidad de la rutina, la diversidad entre culturas nos resulta siempre ajena y, en ocasiones, incomprensible; juzgamos sin temor e ignoramos que cada sociedad es rica y abundante, a pesar de lo que creamos saber, y que cuanto más nos acerquemos y logremos vivir en carne propia los colores, sonidos y valores, más entenderemos que son estos los que, sin duda, nos conectan como sociedades de un mismo planeta: suficiente razón para darnos cuenta de que no se necesita nada más que la voluntad misma para ser quienes queramos ser. Como Amîn, quien, tras su merecido descanso, regresará al riad y conocerá a otros turistas, a los que les contará sobre su maestría y sobre cómo trabaja cada día durante 24 horas para pagarla; hablará con ellos en francés, alemán, inglés, español o quizá en un nuevo idioma que aún no se le ha presentado para aprender. Doy por hecho que Azzâm se acuesta cada día y visualiza su proyecto como un gran emprendimiento, que lo hará dejar atrás el servir el desayuno a turistas como yo y lo hará comenzar a recorrer el desierto con grupos más selectos, calculando cuántos camellos tiene y cuántos debe comprar para la temporada alta, negociando tarifas con chinos y vendiendo paquetes online a exploradores de cualquier parte del mundo. Espero que lo logre. Asimismo, aquel vendedor seguirá declarándole su amor a los turistas que le compren alguna lámpara y aprenderá mucho más sobre ellos por una conveniencia muy justificada. Todos conscientes del precio que tienen que pagar.
*Texto incluido en El tiempo y el lugar de las cosas