Repose un tiempo en mi balcón ante una de las primeras tardes otoñales, observando como la inmensidad del tiempo, es capaz de obligarnos a despojarnos de todo aquello que no sabíamos que debíamos dejar de lado para viajar más livianos.
No sé sí fue una brisa despistada o el color rojizo de un árbol, lo que me acercó violentamente a la conclusión de que aún ambos nos extrañamos. Puesto que el tiempo corre y cuanto más nos aleja, más resuelve formas de golpearnos. Aunque en el fondo, sepamos que nuestras cenizas aún no se han dispersado.
Durante mi reflexión, las hojas deciden quitarse el maquillaje que una vez las supo mostrar inalcanzables. Dejando ver sus brillantes trajes amarillos; jugando a ver quien reposará su delgado cuerpo sobre, el ahora, cercano suelo.
Pero yo sigo aquí, admirando como el tiempo va cambiando su aspecto; como el sol va cambiando su brillo; y como vos vas olvidando poco a poco tu sonrisa.
Debo confesar que me apena y entristece verte así. Porque en algún lugar de mi interior, me siento responsable de privarte de aquel brillo primaveral que hoy se desvanece entre tus dedos.
Me apresuro en asistirte, te regalo una caricia, intento demostrarte el lugar que aún ocupas en mi, lo mucho que te aprecio. Y vos, simplemente callas. Te dejas desvanecer ante la primera brisa otoñal. Y ya no estás. No existis. Te fuiste.
Entonces callo. Me sonrió, cierro mis ojos y trato de olvidarme de que aquí haya pasado algo. El tiempo pasa. Las hojas cada día se prestan más a la crueldad del tiempo. Sostenidas por una fina brisa que las abraza con los brazos de una madre enternecida al ver por primera vez el acto más puro y noble de sus cuerpos, se dejan cuidar, y se dejan caer.
Confiadas de que alguien las podrá sostener.
-Será leve, no sufrirá- se dicen unas a las otras, intentando disipar el miedo que ya corre por la copa. Por supuesto que hablan de la caída. De la inevitable caída del otoño. Para cuando la valentía empapa el espíritu de cada una de ellas, yo simplemente he entrado una vez más a mi hogar, dejando atrás mi pasado y mi espera. Esa espera, que antepone su caída.
El sol cae. Las estrellas nos invitan a mirarlas. Yo sé que vos las ves. Y me encantaría ser quien te mirara enternecido al verlas. Pero no tengo ni la más remota idea de donde tendría lugar una cita para verlas. Un lugar para perderme por un instante en tu mirada. Esa que brilla al ver el color anaranjado de la luna; Esa que se enternece al mirarme, o que simplemente se nubla con una fina capa húmeda, brillante, al susurrarme un – te amo -.
Llegó el momento; lo sé. Llegó el momento de permitirnos fluir. De regalarnos, al menos, una sonrisa cómplice más. Porque llegamos hasta acá. Porque nos encontramos acá. Viendo que todo cae sin parar. A pesar de que nuestros corazones nunca tuvieron tiempo de pensar, sólo se encontraron frente a un par de pasajes y una distancia eterna sin amar. Las hojas caen. El deseo asciende. La brisa hace bailar a todos. Las estrellas nos miran. El sol duerme. Una multitud de hormigas se detiene y se pregunta: – ¿Cuándo el otoño nos dejó de lastimar? –
Yo simplemente me dejo ganar. Porque ya no estás, porque te has desvanecido entre el andar. Y aunque te deseo al pensar y te busco al despertar. Debo adaptarme a la idea de que nunca más te podré abrazar.
Hoy ya no estás. Y aún recuerdo el otoño en el que me enseñaste a desear. Quizás me toque comprender que la vida avanza como las estaciones. Siempre en dirección a un suspiro, seguido de una carcajada, y una lágrima acompañada por una nueva madrugada.
Qué difícil caer dentro de este otoño sin vos.