Reflexiones acerca del vínculo entre gastronomía y literatura
Desde que el mundo es mundo, la literatura se ha cimentado por lo menos en tres temas recurrentes: el sexo, la comida y la muerte. Tanto la muerte como el sexo son temas que el lector ha podido percibir en cualquier época de inmediato; sin embargo, la comida pasa desapercibida, apenas si considerada como un dato menor dentro de la trama o de la construcción del clima del relato. Pese a esto, el lector atento advertirá que muchos de los pasajes literarios en los que se habla de comida no son para nada fortuitos.
A través de la gastronomía, los autores pueden fundamentalmente describir un personaje, puesto que lo que comemos (y cómo lo comemos) sin lugar a dudas nos define. La literatura clásica, en este sentido, cuenta con miles de ejemplos que van desde Polifemo y Gargantúa al Lazarillo de Tormes y Falstaff. El caso más conocido es el del Quijote, al que Cervantes describe en el primer párrafo del libro de la siguiente manera:
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.
Ya en pleno siglo XX, también James Joyce, en Ulises, hace algo parecido para dar a conocer a su personaje principal:
El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas, de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, las huevas de bacalao fritas. Sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa.
Por otro lado, el hambre, complemento fatal de la gastronomía, también es protagonista de muchas novelas. Charles Dickens en Oliver Twist, por ejemplo, muestra el hambre como el dispositivo que arrastra a un joven por el camino de la delincuencia; este joven, tras haber comido papillas diarias en el orfanato, gana en su primer trabajo apenas para alimentarse de sobras; sin embargo, cuando llega a la mesa de unos delincuentes, ve que en ella no falta el pan ni la cerveza.
En definitiva, la literatura recrea la realidad humana, incluso es capaz de bucear en nuestra memoria —como en el célebre y no menos gastronómico episodio de la magdalena “proustiana”— para llevarnos así a otros mundos de delicadísimos placeres. En suma, tanto la cocina como la literatura nos alimentan y nos dan felicidad, y quizá por ello desde tiempos inmemoriales hemos querido ver en la gran tradición literaria de Occidente un banquete de sabores exquisitos. Ahora bien, de ser cierto este paralelismo, les aconsejo que eviten en lo posible intoxicarse con comida chatarra.