Por Lionel Fabio | Argentina
En una secuencia perpetua, la esperanza y la frustración debaten confusamente en el corazón del hombre. Conversan del tiempo, del cambio y del destino. Argumentando la primacía de una sobre la otra, se dicen consecuentes, se convencen de una simbiosis irremediable. La etérea positividad que expresa la esperanza se vuelve ingenuidad ante los ojos de la frustración, su apertura al mundo, su belleza, le parece irrisoria. La esencia derrotista de esos ojos son, para aquella positividad, una prisión obsoleta, una rendición ante la experiencia del fracaso.
La dinámica de este dialogo construye pilares esenciales en la personalidad del individuo. Estableciendo la medida entre sus posibilidades y el mundo, dispone el carácter de sus potencias y su alcance. El centro mismo sobre el cual se proyecta la imagen que tiene de sí mismo, está moldeado con la noción del éxito.
La participación del hombre en sociedad puede estimarse a la luz de esta noción
La introducción misma en la dinámica social se efectúa a través del examen y el ejercicio del mérito. Con la educación se establecen las bases sobre las cuales se reproduce dicho paradigma.
El éxito es, en el hombre, un deseo preponderante
Se desarrolla paulatinamente para transformarse en uno de los impulsos más determinantes de su experiencia. La perspectiva del futuro sin éxito es como un camino que se bifurca, para llegar a ningún lado. El vació que propone su ausencia, agita el corazón de los hombres, y el poder que carga la expectativa de alcanzarlo, se vuelve vital.
El contenido de este concepto fundamental tiene un vínculo particular con ciertas estructuras sociales. La selección de los componentes que constituyen el éxito, exceden al individuo, encuadrándose dentro de ciertas condiciones preestablecidas que lo determinan. La imagen que evoca, representa una definición que se relaciona con aspectos exclusivos, como el poder o la capacidad de acumular dinero.
La influencia, herramienta de dominación por excelencia, permite restringir las alternativas de acción de los individuos, sin participar activamente en la restricción. Se sugieren ciertas conductas como aquello que “hay que hacer”. En este aspecto, el éxito se ha convertido en un deber universal, simbolizando la expresión más consensuada del amor propio. Un individuo que se valora a si mismo, debe proponerse el éxito en cada una de las decisiones que toma.
El mérito está determinado por criterios impuestos desde arriba, construyendo legitimidad en el deseo de conseguirlo. Alcanzar las propiedades del dominante, es el camino del éxito, universalizar y potenciar ese camino, es la garantía de dominación.
La mayoría de las recompensas otorgadas por los logros conseguidos son de carácter económico, absorbiendo y centralizando la importancia del mérito en este último. La recompensa económica relacionada intrínsecamente con el talento se vuelve, entonces, un fin en sí mismo. En consecuencia, la sociedad entera corre hacia la puerta de aquellos que poseen el capital, ofreciéndoles todo tipo de aptitudes. Poseer los medios de compensación y recompensa garantiza la posible demarcación de los criterios de evaluación.
El capital no solo representa el acceso universal a los bienes, sino también un signo socialmente indiscutido de progreso. La imposibilidad de disociar estos conceptos refleja la hegemonía ideológica del capital, siendo su búsqueda, condición sine qua non para el éxito, el seguro de reproducción de un sistema, que posiciona, naturalmente, a los poseedores de tal, como el actor más influyente.
La posibilidad de imaginar otro tipo de mérito, solo podrá suceder si el individuo alcanza un grado profundo de frustración sobre las promesas ideales del sistema. Esta probabilidad de frustración es el enemigo principal del mercado, el cual aumenta incesantemente sus soldados, productores y difusores de bienes de consumo, que multiplican los estímulos para sosegar espíritus rebeldes.
El poder se basa en un acuerdo tácito en el cual se sostiene la posibilidad de coacción. Sin la existencia de un convenio manifiesto sobre la jerarquía de valores, no es posible el ejercicio del poder.
En este sentido, el marxismo refuerza las condiciones de dominación con su interpretación sobre la preeminencia de lo material en la existencia del hombre. Marx manifiesta, con su materialismo científico, la autoridad de la materia, desestimando las variables que podrían gestar una verdadera revolución, una revolución simbólica. Marcando al capital como signo supremo del poder, la revolución se declaró vencida, tomando el camino contrario.
El poder se sustenta en la percepción de aquellos que lo sufren. Si el hombre cambiara su interpretación sobre lo relevante, en una decisión personal sobre aquellos aspectos que lo determinan, en una elección consciente sobre las condiciones de su experiencia, abriría una puerta, de acceso individual, hacia una existencia libre de todos aquellos conceptos que facilitaron una coacción externa sobre sus deseos más profundos.