Ayer es historia, mañana es un misterio, pero el
hoy es un regalo, por eso lo llamamos presente.
Oogway a Kung Fu Panda
Hace algún tiempo, Isabela sintió angustia, tristeza, ansiedad, depresión, poco entusiasmo y enojo. Estos sentimientos parecían ser parientes, uno la consecuencia del otro, algunos el resultado de la mezcla de un par, pero, en definitiva, una receta que destruía tanto su cuerpo como su mente.
Lo que ella sentía era ocasionado por un «problema» en su trabajo (cometió un error y sus superiores la habían enfrentado por ello). Una semana después, Isabela recordó aquel momento en el que todo ocurrió, repitió las palabras pronunciadas, su mente reprodujo un loop tormentoso en el que vio a gran escala los gestos, escuchó los tonos, el énfasis y, en suma, el reproche por el error cometido. Ese estribillo mental la mantuvo agotada, pero también recelosa de aquellos que la habían enfrentado.
Pasados siete días y contando, Isabela sentía que el tiempo estaba detenido y que «la catástrofe profesional» recién había ocurrido. Con el transcurso de las horas, ya no solo recordaba lo pasado, sino que, además, dibujaba lo que estaba por ocurrir, diseñando hipótesis y consecuencias que seguirían bajo ese mismo color pérfido que no la dejaba avanzar. Estaba atrapada entre el pasado y el futuro. Ella se encontraba en un lugar en el que todos alguna vez estuvimos, ese en el cual vivimos nuestros días recordando, ya sea el lamento, ya sea el enojo, ya sea la felicidad, por situaciones que ya ocurrieron, y preocupándonos y generando ansiedad por hechos de los que no tenemos ninguna certeza de que sucederán.
Lo pasado, pisado
He notado que, así como le sucedió a Isabela, mantenemos una peligrosa obsesión con el pasado, es decir, con lo que fuimos, tuvimos y perdimos. Nos resulta sencillo aferrarnos a momentos en los que, según nuestra perspectiva, «yo y los otros estuvimos mal»; nos esforzamos en entender sin usarla razón (y mucho menos siendo objetivos), pero, aun así, al pasado en nuestras vidas le resulta fácil ganar terreno.
Un ejemplo es lo que ocurre visiblemente en Latinoamérica, los líderes están obsesionados con las fórmulas aplicadas para comunicarse con los pueblos y se remontan a próceres, frases reversibles, dolor, sangre y pérdidas para justificar que el presente es mejor gracias a eso. Me gusta el dicho: «Para entender el presente hay que comprender el pasado», pero hemos exagerado. Comprender es descubrir el sentido profundo de algo y, a partir de esa información, avanzar, mejorar y reinventar nuestras acciones. Nos han educado para que, antes de dar un paso, debamos mirar atrás, y, en muchos casos, «el ayer» aviva el temor y nos bloquea. La vida es cambio, nuestro cuerpo y nuestra mente necesitan movimiento, y la obsesión con los días pasados nos paraliza desde el interior.
El futuro no es la excepción
Isabela proyectaba las consecuencias, imaginaba charlas, momentos en los que aquella situación haría lucir sus debilidades y sería recordada como aquella persona que «no es profesional». No existía dominio alguno que pudiera asegurar que eso ocurriría, por tanto, la consecuencia de vivir en esa espera desencadenaba serios problemas en su salud emocional.
Al igual que ella, nosotros vivimos angustiados por la incertidumbre del futuro, atrapados en el desenfreno de la creencia popular de que «se nos acaba el tiempo» y debemos pasar a lo siguiente aún condimentados por la remembranza, preocupándonos —es decir, «ocupándonos antes de tiempo»— y siendo incapaces de atrapar y disfrutar el presente. El futuro es incierto, lo único que nos queda es accionar en el presente, y, aun así, por más correctas que parezcan nuestras decisiones, nada garantiza que el futuro sea más prometedor.
El presente es lo único que tengo
Me encanta la sabiduría budista, esa que, para explicarte una cuestión, proyecta una analogía cotidiana, que, aun siendo bastante corriente, cuando logramos entenderla, vemos como todo cobra sentido. Ellos definen al presente como estar solos con el ser: «Cuando te lavas los dientes, estás con tus dientes; cuando te duchas, estás contigo bajo el agua; si te duele algo, aceptas ese dolor, lo haces tuyo y lo aceptas… hasta que desaparece».
El presente es sentir, estar, apreciar el instante mientras está sucediendo, ver al que está frente a nosotros en su forma física y no en su forma digital, drenar el momento en su tinta más oscura y atrevernos a pasear por las zonas grises de nuestras emociones. Entender que, así como en la ducha el agua está cayendo, también se está marchando, pues ya hizo su trabajo, cumplió su función, y debe continuar. Porque hasta la gota que no logró limpiar completamente la espuma del jabón llega a ser arrastrada por la gravedad, que hace su parte y obliga a aquella a marcharse. Isabela, tú y yo necesitamos dejar ir, asumiendo toda la responsabilidad del momento y aprendiendo las lecciones, pero, en definitiva, dejar ir. Porque, como diría Julieta Venegas, «El presente es lo único que hay».
*Texto incluido en El tiempo y el lugar de las cosas.