El corrector de textos es un profesional que se ocupa de velar por el buen uso de la palabra escrita y, como tal, debe tener una formación teórica y práctica que lo respalde. Por ese motivo, quienes durante mucho tiempo desempeñaron esta actividad fueron docentes de Lengua y Literatura, licenciados en Letras, filólogos, editores y periodistas con experiencia en redacción. Hoy en día —y vale decir que desde hace un tiempo— existen instituciones privadas que se dedican específicamente a la formación de correctores (en la Argentina, la Fundación Litterae y el Instituto Mallea son claros ejemplos de esto).
Los servicios que ofrecen los correctores son muy diversos y varían según su objetivo (corrección ortotipográfica, corrección de estilo, corrección de contenidos), el tipo de texto con el que trabajan, los requerimientos específicos del cliente y el soporte utilizado. En relación con esto, es necesario destacar que la corrección ortotipográfica y la de estilo, ya sea en papel, ya sea en formato digital, siguen siendo los trabajos más solicitados.
Dentro de las especializaciones existentes, se destacan la corrección literaria y la corrección de publicaciones periódicas (diarios, revistas, anuarios, etc.), aunque, a decir verdad, se advierte una manifiesta disminución de correctores en este último caso. Lo cierto es que alrededor de una cuarta parte de los profesionales no están especializados en ningún área y, tal vez debido a la necesidad de diversificarse para aumentar la cantidad de solicitudes, terminan por aceptar cualquier tipo de encargo.
Como bien puede inferirse de lo anterior, los problemas más frecuentes que enfrentan los correctores de textos son económicos (tarifas o salarios bajos, poco volumen de trabajo) y sociales (indiferencia, falta de reconocimiento social, soledad, etc.). Los problemas para publicitar y ofertar los servicios suponen otro aspecto importante, algo llamativo si tenemos en cuenta que la Web debería haber facilitado este aspecto del trabajo.[1]
Con todo, las editoriales siguen siendo la principal fuente de clientes para los correctores; les siguen los escritores que financian su propia publicación y los estudiantes que preparan su tesis, y, por último, las empresas que poseen páginas web, aunque, por desgracia, muchas de ellas ignoran todavía los beneficios concretos que pueden obtener al contratar un profesional de la corrección.
En suma, quienes deseen dedicarse a esta noble profesión deberán consagrarse a ella en cuerpo y alma, es decir, no solo deberán contar con los esperables conocimientos de gramática y ortografía, sino también tener la voluntad de capacitarse permanentemente en otras áreas afines. Es importante lo que John Wilson, el legendario fundador de The University Press, nos dice al respecto: «El verdadero corrector no debe ser solo un práctico tipógrafo, sino también un amante de la literatura; debe estar familiarizado con los clásicos de todos los idiomas, con los logros científicos y con cualquier tema que concierna a sus semejantes»[2]. Ojalá todos los correctores estemos algún día a la altura de tamañas exigencias.
[1] Afortunadamente, existen asociaciones que nuclean a los correctores de textos y les brindan el asesoramiento y el apoyo que necesitan en todo lo concerniente a su profesión, como es el caso de UniCO (Unión de Correctores) en España o PLECA (Profesionales de la Lengua Correcta de la Argentina).
[2] John Wilson. The Importance of the Proof-reader: A Paper read before the Club of Odd Volumes, Cambridge, The University Press, 1901.
Dentro de las especializaciones existentes, se destacan la corrección literaria y la corrección de publicaciones periódicas (diarios, revistas, anuarios, etc.), aunque, a decir verdad, se advierte una manifiesta disminución de correctores en este último caso. Lo cierto es que alrededor de una cuarta parte de los profesionales no están especializados en ningún área y, tal vez debido a la necesidad de diversificarse para aumentar la cantidad de solicitudes, terminan por aceptar cualquier tipo de encargo.