La primera comedia de Shakespeare que leí. Tenía, lo confieso, unas expectativas parcialmente bajas, no porque no me guste Shakespeare (sí que me encantan sus obras), sino porque es una comedia, género del que no soy muy aficionado que digamos. De hecho, estaba muy confundido respecto de las expectativas que debía tener. «¿Qué me voy a encontrar —me preguntaba—: risa, alegría, melancolía, amor, drama, mitos?». (Sabía que no iba a ser una tragedia, obviamente). Para mi sorpresa, la obra me resultó muy agradable.
Fue especialmente deliciosa y atractiva la faceta mitológica, la de Próspero, la isla, Ariel, los espíritus de los dioses romanos: Juno (reina de los dioses, esposa de Júpiter), Ceres (diosa de la cosecha y fertilidad), e Iris (mensajera celestial), todos ellos subyugados por la hechicería de Próspero y también por el islote per se, especialmente por el islote, que es —claramente, creo— un lugar mitológico, no una isla real del Mediterráneo, las Bermudas o Cuba, como afirma alguna que otra endeble teoría. Algunos dicen que, a juzgar por el aspecto descrito, debe de ser una isla real. Hay, por supuesto, cabos, picos, acantilados, playas, pero ¿qué isla no tiene alguna de esas formaciones naturales? Incluso las mitológicas son así. Véase, por ejemplo, la lucha de Odiseo con Polifemo en las Islas Ciclópeas (tiene cabos y picos): Odiseo fue capturado por el hijo de Poseidón y quedó incapacitado en una cueva, al igual que el Calibán de Shakespeare. La magia de Próspero puede relacionarse con Circe, la hechicera griega, que también vive en una isla.
Todo esto lo menciono para poner sobre la mesa la influencia más de la mitología que de la realidad que pesó sobre Shakespeare a la hora de escribir esta historia.[1] Hay que tener en cuenta que Shakespeare absorbió muchos elementos de la cultura, la historia y la mitología grecolatina, notablemente dispersos en muchas de sus obras. De hecho, el bardo de Avon tomó prestadas decenas de historias de diversos tratados histórico-mitológicos, muchas de las cuales narran eventos a la manera del fairytale, a saber: Hamlet (tomado de la Gesta Danorum, de Saxo Grammaticus), Romeo y Julieta (The Tragicall History of Romeus and Juliet, de Arthur Brooke —también basada en romances medievales—), Macbeth, Rey Lear, Coriolanus, etcétera. Por lo tanto, no debería ser inválido considerar La Tempestad principalmente como un relato mitológico. Recuérdese que muchos escritores decidieron ambientar sus historias en muchos lugares del mundo y crear personajes de cualquier origen. Tal vez por eso Shakespeare decidió dejar a Hamlet en Dinamarca, y no hacerlo nacer en Inglaterra o en cualquier otro país. Lo mismo ocurre con Romeo y Julieta, Rey Lear, Macbeth; podrían estos textos haberse ambientado en cualquier otro país sin perder su arte, energía y calidad, y estimo yo que Shakespeare no quiso circunscribir los límites de sus ficciones a los límites de su patria, cosa que le habrá parecido un empobrecimiento de la geografía universal.
En cuanto a La Tempestad, su única condición para tener una existencia literaria eficaz era que debía ser una isla mitológica, no real, para que todo el mito, la magia, el lirismo, los dioses y los espíritus tuvieran un papel más lógico en la obra; Juno, Ceres y compañía no podían aparecer en Inglaterra, las Bermudas, Cuba, Malta o cualquier otra isla; ellos solo podían tener vida en Grecia y Roma, que se transforman, en este caso, en una isla mágica sin nombre; y es esta falta de identidad la que Shakespeare necesitaba para explotar la magia y la fantasía de su cabeza y de sus personajes.
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[1] Lo cierto es que a todo gran escritor le pesa más la fantasía que la realidad, incluso a autores como Tolstói en Guerra y paz o Dickens en Historia de dos ciudades.