Por Pía Roldán Viesti | Argentina
Algunas cuestiones en la clínica de la infancia
Es muy difícil trabajar para los niños. Y cuando digo “para” los niños, me refiero a trabajar siendo sus secretarios, sus testigos, siendo aquellos que nos olvidamos de todos nuestros prejuicios, ideales frustrados, de nuestras tendencias a ese “saber más”. Porque esto nos aleja del punto medio y equilibrado que da lugar al saber del “no-saber”, y termina orientando toda intervención hacia el polo que objetiva y transforma al niño en una cosa. Me refiero, mejor dicho, a las intervenciones que continúan aportando experiencias en el niño que lo dejan en el lugar no-deseado (con toda la ambigüedad que esta expresión indica) de objeto, cosa, resto, apéndice de Otro. Ese Otro puede ser el Otro social, el Otro escuela, el Otro padres, el Otro pediatra, el Otro vecino, y por qué no… del Otro psicólogo, psicopedagogo, fonoaudiólogo, acompañante terapéutico, integrador escolar, etc.
Ese Otro, con mayúsculas, es muy diferente de lo que entendemos por “otro”. Nombres comunes y nombres propios, diría la maestra de alguna escuela; e intentaría que los niños entiendan que cuando nombramos algo con mayúscula significa que eso tiene, de alguna manera, una particularidad que lo diferencia de lo general. Entonces cuando digo Otro, jugando con conceptos tan increíbles como los que introdujo Lacan, me refiero a que para los niños, las instituciones que lo atraviesan en sus primeros años, son grandes Otros.
Como siempre recomiendo a mis alumnos:
para entender un poco sobre cuestiones psicológicas, para formarse desde la subjetividad y para involucrarse en el aprendizaje de disciplinas tan relacionadas con la infancia y la niñez, hace falta dejarse ser un poco niño. Les pido ahora a ustedes, como lectores, que cierren los ojos y se tomen unos segundos para meterse dentro de ese niño que alguna vez fueron, y recuerden cuantos “nombres propios” encontraban en objetos e instituciones que hoy consideran nombres comunes. Su escuela ya no es “LA ESCUELA”, “MI ESCUELA”… el doctor es un doctor, no es “EL DOCTOR”… Y seguramente pocas cosas en el mundo adulto tengan ese estatuto de Otro con mayúscula, comparado con lo que podía sentirse en la niñez. Es por eso que ser el secretario de un niño, es permitirle que alguna vez, ese Otro sea él… y esto es difícil para la mayoría de los adultos.
Cuando trabajamos como especialistas en niños, ya la expresión misma indica dónde nos estamos ubicando y dónde queda, por default, ubicado el chico. Este afán de especializarse en determinadas personas describiéndolas en base a su edad o momento evolutivo, permite que encontremos varias miradas sobre cómo y quiénes deben intervenir ante situaciones desafortunadas en las que los niños están involucrados. Y si bien debería estar en claro que los niños están INVOLUCRADOS en situaciones que no dependen de ellos, pero de la que son portadores en carne propia, no parece que los avances de las ciencias humanas, sociales, médicas, biológicas, etc., se permitan tener una mirada diferente respecto a esto. Por este motivo, lo primero que encontramos son diagnósticos.
Diagnósticos que –en su mayoría- son puramente descriptivos y no responden a patologías de origen orgánico, congénito, biológico… como quieran llamarlo. ¿Cómo es, entonces, que nos atrevemos a diagnosticar niños aún después de haber comprobado que no se trata de una enfermedad sino de un cuerpo sano pero con manifestaciones físicas, mentales, sociales, del área “cognitiva”, comportamental o emocional, pero que nada nos traen en cuanto a una VERDADERA enfermedad médica? Nos encontramos entonces con tres disciplinas que se encargan de los niños y de los problemas que ellos generan en los otros (dado que en muchos casos los que padecen son los padres, la escuela, los vecinos, y no los niños):
La psiquiatría infantil, que diagnostica a los niños describiendo lo que los padres, la escuela y –con suerte- el médico ve, abordando “trastornos” como si fueran enfermedades orgánicas, llegando hasta el punto de recetar psicofármacos a niños de hasta 3 meses de edad, con todas las consecuencias nefastas que se desprenden de esto.
La psicología evolutiva y del conocimiento, que tiene en cuenta y reconoce que en todo niño debemos considerar dos variables que interjuegan constantemente: a) el desarrollo cognitivo, que implica pensar en el desarrollo a nivel neuronal, en Piaget y sus descubrimientos sobre cómo se pasa de un estado de menor conocimiento a uno de mayor conocimiento, pasando por estadios que organizan la posibilidad de asimilación y acomodación del niño al mundo exterior y a sus construcciones; y b) el desarrollo emocional y libidinal que acompaña necesariamente ciertas etapas y que se conforman de manera dialéctica entre el niño y los objetos, pudiendo pensar en los descubrimientos de Spitz y Winnicott, pasando por muchísimos autores más.
Por último, el psicoanálisis y sus aportes respecto a la constitución subjetiva, que si bien tienen en cuenta lo cognitivo y lo evolutivo, no dejan de apostar a algo más, que es lo que funciona como “sellador” de todo lo que se instala en esa tabla rasa que es el infans, y que encuentra la letra en Lacan cuando introduce la genialidad del estadio del espejo como uno de los elementos estructurantes del psiquismo.
¿Pero cómo trabajar si tenemos en cuenta que todas las disciplinas deben realizar sus aportes y tender a la interdisciplina, para que ésta sea portadora de un tipo de abordaje que priorice el trabajo PARA los niños?
Beatriz Janin, nos habla de que existen diferentes sufrimientos en los niños y que –sin necesariamente encuadrarlos en el concepto de diagnóstico que vulgarmente se conoce- pueden nombrarse desde lo descriptivo, aunque apostando a un abordaje que tenga en cuenta distintas cuestiones.
La clave para la autora sería que en todo niño encontramos un psiquismo en constitución, y que no podemos hablar de cuadros sino de múltiples determinaciones, lo que nos lleva a apuntar a desarmar la dificultad, permitir la adecuada tramitación de ciertas disposiciones, vivenciares, etc., que es –en suma- lo que aparece como trastornos como efecto de sucesivas reorganizaciones.
Los únicos diagnósticos que podríamos aceptar son dos:
Trastornos en la constitución del aparato psíquico, en el camino hacia la subjetivación; y síntomas neuróticos determinados por un conflicto intrapsíquico.
Diagnosticar, sería entonces delimitar cuáles son las determinaciones, qué conflictos están en juego, cómo pesa lo intersubjetivo, qué defensas hay ya estructuradas en ese niño: con los niños interpretaremos pero también realizamos intervenciones estructurantes para los movimientos constitutivos del psiquismo.
¿Cómo trabajar entonces puntualmente?
En el caso de los niños cuyo diagnóstico es consecuencia de conflictos neuróticos en la infancia, el camino puede ser el consultorio, el juego con sus implicancias, el tratamiento de los padres como determinantes de la fantasmática actuada por el hijo.
En el caso de los conflictos en la estructuración del psiquismo, subrayo la importancia de lo que es la Integración escolar y el Acompañamiento Terapéutico en la escuela.
¿Por qué los tomo como dos abordajes diferentes?
Porque, en primer lugar, niñez e infancia no son lo mismo, siendo fundamental articular ambas cuestiones: La infancia es de inevitable atravesamiento por corresponder a un estadio evolutivo del desarrollo; la niñez, en cambio, es una construcción de la época, social, y que –por suerte- está siendo tenida en cuenta en casi todos los ámbitos. Pareciera que los tratamientos se focalizan en los conflictos considerando que son parte de la infancia o del desarrollo, cuando se trata siempre de una complejidad, siendo responsabilidad de quienes son competentes en el área, el orientar el abordaje de la manera más conveniente para el niño.
Personalidades como Sigmund Freud, como la contemporánea Silvia Bleichmar, han dejado muy en claro la importancia que tiene la pedagogía en cuanto a disciplina que DEBE hacerse a un costado cuando “el aluvión” de sufrimiento se entrecruza fuertemente con lo emocional. Y adhiero absolutamente a esta distinción.
Es aquí donde aparece la importancia de diferenciar si un niño necesita integración escolar o acompañamiento terapéutico en la escuela.
La integración escolar responsable y propiamente dicha, corresponde en aquellos casos en que lo que está en juego es el aprendizaje desde lo cognitivo. Cuando una autoridad escolar (supuestamente competente en cuanto a su saber respecto a los aspectos mencionados) detecta una dificultad que responde a lo pedagógico, trabajar PARA el niño implica –tal vez- (y luego de haber descartado la multiplicidad de cuestiones que pueden estar entrecruzadas) orientar la cura desde un equipo médico en el que la psicopedagogía, la educación especial, la fonoaudiología, y disciplinas afines trabajen fuertemente.
El acompañamiento terapéutico en la escuela, corresponde en aquellos casos en que sea lo emocional lo que primordialmente está afectando aquello que la escuela detecta. Es responsabilidad de todos los que intervienen en el día a día: padres, autoridades escolares, pediatra, docentes, etc. Es en este caso en el que la función del mal llamado “integrador escolar” debe ser orientada desde la psicología, el acompañamiento terapéutico, la estimulación temprana, etc. Y el equipo terapéutico debe estar orientado por un profesional de las ciencias humanas y sociales, y no desde la medicina o la pedagogía.
Pero lamentablemente, los lugares están confundidos. Los roles están alterados. Como siempre digo… son pocos los docentes que tienen en claro que el Personal No-docente en la escuela trabaja PARA el niño y no PARA el docente; son pocos los directivos que comprenden que su saber pedagógico no es suficiente para interferir o supervisar el trabajo del profesional que ahora trabaja PARA el niño dentro de la escuela pero que es parte y responde a un equipo de salud; por último, son pocos los padres que comprenden qué rol deben cumplir ellos mismos cuando deben trabajar también PARA el niño, dejando en claro que los tiempos y momentos lógicos de su hijo deben ser respetados por ese Otro escolar que a veces no colabora.
Es fácil interpretar y es mucho más fácil crearse historias sobre lo que a los chicos les pasa; también es fácil “explicar” qué dificultades tiene un niño y poder poner palabras adultas a su sufrimiento. Pero como todo lo que es fácil, no sirve. Trabajar PARA los niños implica intervenir en acto, con hechos, apuntando a estructurar ese psiquismo que está en constante cambio, desequilibrio, desorganización y reorganización.
Tenemos que ser testigos con la mirada no aplastante, tenemos que ser artesanos con intervenciones que produzcan acontecimientos y constituyan al sujeto, tenemos que respetar el tiempo que el niño necesita para lograr una representación simbólica del espacio escolar.
Eso es trabajar PARA el niño.
Como dijo Bleichmar en un texto que ya no recuerdo… Hay que construir la infancia sobre un trasfondo de sueños; en los niños hay necesidad de creer, de ser protegidos, debemos tener como meta principal que los chicos se pregunten: ¿Por qué el adulto quiere que yo aprenda? ¿Por qué quiere que no pegue? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?… Hay que transmitir nuestro deseo de trabajar PARA ellos, transmitirles nuestro sueño de un mundo mejor, transmitirles que no son objetos, que no son instrumentos de trabajo, que se los quiere igual a pesar de sus sufrimientos… eso es trabajar PARA los niños. Se trata, simplemente, de humanizar la tarea.