«La historia la cuentan los vencedores», repetí en mis tours y clases un millón de veces, hasta que noté la radical literalidad de lo que estaba diciendo. Es una frase de George Orwell, que conociendo o no su procedencia, popularizó Winston Churchill, quien, paradójicamente, después de afirmar: «La historia será amable conmigo, porque tengo la intención de escribirla», se embarcó a hacer eso mismo: escribir su propia versión de la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose, de esta forma, no solo en el héroe indiscutible de la contienda, sino también en premio Nobel de Literatura. Pero ¿es la historia amable con todo aquel que la escribe? ¿A quién reconoce la «historia oficial»?
Si digo la frase «¡Proletarios del mundo, uníos!» en una clase universitaria de Ciencias Sociales y pregunto de quién es, lo más probable es que casi la totalidad me responda de Marx, de Engels o de ambos, cuando, en realidad, es originalmente de una mujer: Flora Celestina Teresa Enriqueta Tristán Moscoso.
Flore Celestina nació con un nombre largo y superrimbombante (muy acorde a su familia), pero se la conoce simplemente como Flora Tristán (1803-1844). Franco-peruana, escritora y posiblemente una de las personas más influyentes del siglo XIX. Su madre, exiliada francesa de la Revolución. Su padre, peruano, fue una de esas figuras increíblemente prestigiosas en la historia de Latinoamérica. Libre pensador, pese a servir al rey de España, amigo de personajes como Simón Bolívar, de quien, incluso, se rumoreó durante mucho tiempo que Flora era hija ilegítima (absurdamente, ya que él frecuentaba a la familia cuando vivían en Bilbao y ella nació en París tiempo después), y hermano de Pío Tristán, quien llegó a ser virrey interino de Perú y amigo de Manuel Belgrano.
La felicidad dura poco. Su padre muere cuando ella tiene cuatro años, y habiéndose casado sus progenitores solo en territorio español, ella y su madre no son reconocidas como legítimas herederas, pasarán a ser tratadas como «concubina y bastarda», quedando en la calle, y viendo cómo todo lo que poseían se vuelve en barco a Perú.
En cuanto pudo empezó a trabajar en una fábrica litográfica y se casó con su patrón, André Chazal, más por conveniencia (y porque era la norma) que por amor.
Tienen tres hijos (de los cuales solo dos sobreviven, Ernest y Aline), y al poco tiempo, cansada de los maltratos, decide dejar a su marido y escaparse con ellos. Pero Chazal, amparándose en la condición de hija ilegítima y esposa ausente, la persigue hasta quedarse con el niño. La niña le importaba tan poco como su mujer y la maltrataba de igual forma (vale la aclaración, la niña crece y se convierte en la madre del pintor Paul Gaugin).
Juntas pasan buen tiempo sobreviviendo malamente en tugurios parisinos, trabajando en el campo o en casas de familia, en terribles condiciones y escondidas, ya que, si Chazal decidía denunciarla por «abandono de hogar», iría presa. Ahorra lo suficiente como para costear un viaje a Perú, con la esperanza de ser legitimada y recuperar su herencia, aunque eso finalmente no sucede (su tío decide darle una especie de pensión para que pudiera subsistir, más que nada, para que dejara de molestar).
Escribe entonces, entre 1833 y 1834 Peregrinación de una paria, relatando justamente como no encajaba en ningún lado: no era hija ni esposa, ni soltera, ni pobre, ni rica, ni parisina, ni peruana; ella, simplemente, no era. Peregrinación, sobre todo, es un texto que resulta pionero en cuanto a los derechos de las mujeres y una crítica minuciosa a quienes vivían de la esclavitud; esto, sumado a la crítica a muchas costumbres limeñas de la época —una sociedad tan convulsa de guerras y caudillos—, hizo que, en la patria de su padre, se hicieran quemas de su libro.
Embarca finalmente con destino París, y siendo a estas alturas un poco más reconocida, empieza a frecuentar salones intelectuales; incluso escribe Méphis, una ficción bastante aclamada. Pero André Chazal, enterándose de que volvió (y con una pensión), intenta dar con ella, secuestra a su hija (a quien intenta violar), y dispara en el pecho a Flora, quien sobrevive, pero con una nueva amiga que la acompañará el resto de su vida: la bala que quedará alojada en su pecho.
Tampoco esto ralentiza su lucha, y en 1840 escribe Paseos por Londres, tras su paso por esa ciudad. En este libro critica el sistema económico británico, horrorizada después de ver niños de pocos años sirviendo, trabajando o encarcelados, o a niñas trabajando en los burdeles que frecuentaban las altas clases. Comienza entonces Flora a notar que la suya es la lucha también de muchos que no tienen, quizás, la educación para ponerla en palabras, y es aquí cuando se vuelve «activista».
Publica, en 1843, su obra más famosa: la Unión Obrera. Y digo publica, porque ningún editor se animó a hacerlo. Lo hace por suscripción, tocando puertas, vendiendo a conocidos y a quienes quisieran leerla; embarcándose posteriormente en un tour para promocionar estas ideas.
Si quieren imaginarse lo difícil que iba a ser convencer a los sindicalistas de resignar ganancias en pos del bien común, dejar sus diferencias de lado y aceptar a las mujeres en sus filas, busquen la foto de hace unos días, cuando el sindicato más importante de Argentina hizo una reunión para tratar «cuestiones de género» y hagan zoom: son diecisiete hombres (y a esto sumen que ella lo hizo hace 177 años).
¿Qué decía este texto que formaba parte de la biblioteca de Marx? Algo incendiario para la época: que todos deberían percibir un salario digno, tener tiempo libre para tener educación pública e igualitaria, para alimentar el alma, y, sobre todo, el derecho al pan, a poder comer; y una vez que todos tuvieran esto, se lograría que la sociedad mejorara. Resumido en una frase: «Cuando la totalidad de los individuos sepa leer y escribir, cuando los periódicos penetren hasta la choza del indio, entonces, encontrando en el pueblo jueces cuya censura habéis de temer y cuyos sufragios deberéis buscar, adquiriréis (los ricos y políticos) las virtudes que os faltan».
Murió de tifus durante la gira, con 41 años, no sin antes publicar un último libro incendiario: La emancipación de la mujer, pidiendo por el derecho al divorcio, la tenencia de los hijos y reconociendo que «hay alguien más oprimido que el obrero, y es la mujer del obrero», con consejos y frases tan actuales que hoy, 180 años después, más que nunca, valen la pena recordar.
Su nombre, hoy, está en las puertas de instituciones que luchan por los derechos de las mujeres, escuelas públicas o asociaciones y centros de atención a la mujer víctima de violencia doméstica por todo París y Perú, pero, paradójicamente, casi nadie sabe quién fue o cuánto de lo que tenemos hoy le debemos a «la paria».
Hay una parte de la frase del principio que se extendió, y a la que nadie da el crédito que merece: «La historia la cuentan los vencedores. pero el tiempo, da voz a los vencidos». Ojalá, este sea el caso.
Crédito de la iustración: Angie Luz Cortéz – Imagen central: Portada de la primera edición del libro Peregrinaciones de una paria (Commons Wikimedia)