El hombre primitivo tuvo pocas preocupaciones por el espacio que tenía, ya que había para todos. Sin embargo, a medida que crecía en número y capacidad intelectual, extendió sus fronteras vitales. Cada tribu expandió sus linderos sin problemas, hasta que se topó con las fronteras de la tribu vecina. Las libertades de uno terminan donde empiezan las del prójimo. Y así comenzaron los conflictos. No hay más que repasar cualquier tratado de Historia para advertir que esta se ha construido sobre un continuo y desaforado trasiego de linderos y fronteras.
1. ¿Cómo influye el concepto de territorio en la psicología del individuo?
Cuentan los científicos que estudian el comportamiento animal que cuando existen un par de la misma especie luchando entre sí, siempre lo hacen por solo una de las siguientes dos razones: establecer su dominio sobre los otros o bien para ejercer sus derechos territoriales sobre una determinada porción de suelo. Esto es algo totalmente instintivo, un rasgo inherente a la condición de todos los animales.
Cuando la integridad física se ve en peligro, un ser vivo la defiende, impulsado por su instinto de conservación a corto plazo: defiende su vida en ese preciso momento. Cuando defiende su territorio, lo hace bajo el mismo instinto, pero a largo plazo: defiende unos medios de subsistencia.
Es curioso observar cómo trastornos tan comunes en el ser humano, como la ansiedad, la depresión, la agresividad desmedida, las disfunciones sexuales, las úlceras digestivas y demás manifestaciones neuróticas y psicosomáticas, solo aparecen en los animales cuando están sometidos a limitación territorial, como ocurre en los zoológicos. Prácticamente, tales alteraciones no aparecen en el animal libre y en estado salvaje.
2. Mi territorio en la jungla de concreto
El hombre civilizado vive en sociedad y en teórica armonía con sus vecinos. «Teórica» porque la aparente comodidad que supone el vivir en comunidad tiene a veces un alto precio: el desequilibrio psicológico por el estrés competitivo en defensa de un mínimo territorio digno.
El individuo no puede ser separado en esencia de su medio vital. Un ser vivo es también su territorio, con el cual se identifica como una prolongación de su propio cuerpo.
Un refrán dice: «Tanto tienes tanto vales». Y, aunque nos pese, ese es el juicio frío con el que, desgraciada y habitualmente, nos juzgamos en sociedad. «Cuanto más tengo, cuanto mayor es lo propio, más grande soy». Esta concepción un tanto desmedida de la territorialidad (entendida como lo propio) es el origen de la ambición. Ya que territorio ya no es solo terreno, sino todo cuanto en él se pueda incluir: pertenencias, posesiones inmuebles y, por supuesto, dinero, que asegura adquirir más territorio.
Así, hemos desarrollado el afán de marcar nuestra identidad en el ambiente, señalando esto es mío y aquello es ajeno. El hombre, como ser privilegiado en la Naturaleza y en continua evolución, precisa de una identidad que la potencie y de un territorio donde desarrollarla. Es un derecho natural, ancestral e instintivo, que, cuando se ve amenazado, puede acarrear serias consecuencias en el equilibrio psicológico del individuo.
Sin embargo, manejar con sabiduría situaciones que ameriten el marcado de nuestro territorio es la clave para seguir diferenciándonos de los animales. La agudeza en el trato con nuestros vecinos y la educación es fundamental para encauzar felizmente la identificación del entorno que hemos determinado como «nuestro».
*Texto incluido en El tiempo y el lugar de las cosas.