La combinación entre sustancias espirituosas y literatura, si bien existió desde siempre, llega a su auge con el Romanticismo. Los románticos tomaban ajenjo, láudano y otras pócimas similares con el propósito de asegurarse al menos una breve estancia en lo que Baudelaire llamaba «paraísos artificiales». Y ahí tenemos, además del caso del ya citado autor de las Flores del mal, los de Byron, Poe, Verlaine, Darío y tantos otros.
Ya en pleno siglo XX, muchos escritores se entregaron al estímulo y los placeres de las bebidas alcohólicas. Así, tan sólo para nombrar a algunos de ellos, Dylan Thomas tomaba whisky, Tennessee Williams mezclaba barbitúricos con martini, Camilo José Cela era partidario del vino tinto y Abelardo Castillo aceptaba por igual cualquiera de las opciones anteriormente mencionadas (así lo deja escrito en su novela semiautobiográfica El que tiene sed, novela en la que narra el período en el que estuvo a merced de una terrible dipsomanía).
En honor a la verdad, el ser humano (criatura dionisíaca si las hay) siempre ha estado emborrachándose, no tanto para salirse de sí mismo sino para ser un poco más él mismo. Me refiero a que el alcohol no lleva al escritor lejos de sí, no lo disminuye, sino que lo hace descender a sus infiernos personales, lo deja expuesto a todas las corrientes de su suelo interior, para que nazca de ahí una prosa o una poesía desconocida, inefable, probablemente superior a cualquier otra que se haya escrito en condiciones, digamos, más abstemias o frugales.
Pero claro, las ideas y las metáforas no están en la botella sino en la cabeza. Lo que en todo caso hace el whisky es quemar los convencionalismos, rutinas y frases hechas que nos envuelven desde siempre. El whisky quema la apariencia noble y oficial del idioma, para que alumbre otro idioma más intenso, vivaz e inteligente. Justamente por esto, es factible que el alcohol actúe más sobre el lenguaje que sobre el escritor, poniendo las palabras en comunicación insospechada unas con otras, de manera alucinatoria y racional al mismo tiempo.
Sin embargo, el organismo está dotado de sus propios estimulantes, y no hay más que dejarlos fluir. La maquinaria mental (que es todo el cuerpo), asociada a la maquinaria del lenguaje, es suficiente para producir todo el pensamiento, todo el lirismo y toda la hermosa locura de la especie. El alcohol, pues, no es sino una simplificación del proceso, un resumen, o en el peor de los casos, el trámite obligatorio para que el proceso se realice.
Resumiendo, en el whisky hay más calorías que metáforas, pero las pocas metáforas del whisky que hemos podido liberar siguen fascinándonos como si fueran imágenes doradas, líquida realidad que busca expresarse golpe a golpe.