«Me despertaba en la mañana antes de ir al set de grabación y pensaba: “No puedo hacer esto. Soy un fraude», dijo alguna vez una galardonada actriz en uno de esos programas de entrevistas. Lo que me llevó a pensar: «¡Claro, crecemos en sociedades bipolares y egocéntricas en la que somos sobreexigidos, pero también se nos permite el desánimo y la mediocridad! Es por eso por lo que nos embarga la duda y nunca sabemos con exactitud hacia dónde tirar la cuerda, si hacia la eterna búsqueda de la perfección o hacia el abandono y lo ordinario».
Mira a tu alrededor, tu familia celebra el éxito ajeno solo para usarlo como ejemplo y compararlo contigo. Cada uno de tus compañeros de trabajo constantemente publica cuán bueno es en lo que hace, cómo lo hace y por qué lo hace, y así también las redes sociales nos obligan a estar constantemente comparándonos unos con otros e influyendo enormemente en la imagen que tenemos de nosotros mismos y de todo nuestro entorno. Entonces, parece imposible no sentirnos suficientemente capaces de algo. Esto es lo que se conoce como síndrome del impostor, un término que los psicólogos utilizan desde finales de los setenta para definir esa necesidad de éxito en la vida, esa presión por ser siempre mejores.
Lo paradójico del síndrome del impostor es que navegas entre la extrema egomanía y el crudo conocimiento de que eres un fraude. Entonces, tratas de ir al ritmo de la egomanía cuando llega, y la disfrutas, luego bajas a toda velocidad debido la idea de fraude que te inunda y te expone. Sin embargo, los escépticos nos preguntamos cómo es eso posible.
Nick Schubert, investigador del Royal Ottawa Mental Health Centre de Canadá y autor de un estudio de 2017 acerca del tema, demostró que los supuestos «impostores» suelen tener un rendimiento superior a la media. Esto se debe a que basan su vida en la búsqueda de la perfección y piensan que, si no hacen algo de forma impecable, fracasarán.
El psiquiatra japonés Kobayashi Tsukasa escribió que una estrategia fundamental para superar este abanico de emociones es encontrar nuestro propio ikigai, es decir, ‘la realización de lo que uno espera y desea’. Pero me gusta también esta otra definición de ikigai que se resume a la ‘razón para levantarse por la mañana’ y que, según él, solo se obtiene cuando alcanzamos la madurez personal y, por ende, la satisfacción de diversos deseos —como el amor y la felicidad—, logrando reconocer el valor de la vida que tenemos y cómo debemos avanzar hacia la autorrealización.
Hace algunos años, cuando daba mis primeros pasos como inmigrante, noté cómo incrementaban mis niveles de ansiedad por haber tomado la decisión de irme de casa de mis padres para comenzar a escribir la novela de mi vida adulta. Cada mañana, en este nuevo país, despertaba con pesadez y con una inexplicable energía nerviosa, que me llevaban hasta el computador a navegar entre todos los sitios web con ofertas de empleo para postularme siempre en las que parecían ser las mejores opciones, evaluándolas por rubro, posición, empresa y remuneración. Y es que sentía la enorme presión de demostrarles a aquellos a quienes había dejado atrás que ahora, en donde yo me encontraba, la haría en grande, «solo así ellos entenderían que mi partida había valido la pena». Pero la historia de éxito anhelada nunca llegó a mi bandeja de entrada, y menos en el tiempo en el que yo esperaba que sucediera. Por el contrario, los días avanzaban con lentitud, sombríos y decepcionantes. Nada nuevo estaba ocurriendo, y ninguna solución se vislumbraba en la distancia. Al despertar divagaba unos segundos mirando mi e-mail desde el celular, para cerciorarme de que seguía sin tener respuesta de aquellas postulaciones. Me sentía un fraude, alguien que aun con sus reconocimientos, «no lo estaba logrando». Pero hacia el exterior, eso no se debía notar.
Entonces entendí que un elemento clave del síndrome del impostor es el miedo constante a que alguien descubra «el fraude», lo que lleva a quien lo sufre a padecer un alto grado de ansiedad, que puede terminar en una tragedia emocional o, quizá, en algo peor. Los expertos han demostrado que, aun cuando quien lo padece vive sus días torturándose para esconder su sensación de fracaso, estas personas nunca muestran un desempeño inferior al de otros que se creen exitosos; es decir, el fraude no es real porque el éxito, a lo largo de nuestra vida, no es exclusivo de una parte de ella. Emigrar con éxito, ser reconocido por tu talento, ser un referente, haber encontrado el amor, celebrar las pequeñas cosas de la vida son experiencias mucho más poderosas que esa telaraña fraudulenta en tu cabeza.
Los días siguen su curso. Y en cada uno de ellos podemos tomar las decisiones que consideremos más provechosas, y no siempre serán las acertadas (de hecho, quizá ninguna lo sea). Pero es lo que somos, es lo que nuestro corazón nos dicta, y el fracaso siempre va a acechar, quedará en nuestras manos mirarlo y huir, o enfrentarlo sin miedo alguno. Después de todo, es emocionante saber que cada mañana tendrás una batalla que ganar o perder, ¿no es de eso de lo que se trata la vida?
*Texto incluido en El tiempo y el lugar de las cosas