Son las 8:00 a.m. de un domingo de mayo. El clima parece indicar que será uno de esos días fríos pero luminosos, perfecto para una breve caminata o para tirarse en el pasto más cercano a tomar el sol. Por ahora, estoy sentado frente al computador, dando sorbos al vaso térmico en el que me serví un nuevo café colombiano que me recomendaron, con leche vegetal de la que ya soy adicto. (Sorbo). De chico, el domingo solía ser mi día favorito. Quiero creer que, para todos los niños, es así. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si la tecnología ha influido en esa percepción. Sí, la famosa tecnología. Para la mayoría, el domingo se asocia al descanso: pijama, televisión, delivery, quehaceres del hogar, entre otras misceláneas de la vida cotidiana. (Suspiro y sorbo). El domingo…
Desde hace algunos años, el domingo me genera ansiedad. Se convirtió en una carrera contrarreloj de la que hay que aprovechar cada segundo, porque pronto llegará el lunes, o sea, el inicio de la semana laboral, con todo lo que eso implica. Para mis contemporáneos es bien sabido que los años traen consigo una cartilla de responsabilidades, que se traducen en acciones o actividades (los conocidos compromisos), y en un punto, el domingo es la cuenta regresiva para que todo eso entre en nuestra vida. Pero no me malinterpretes, aún no llego al punto de mi vida en el que quiera huir de las responsabilidades, solo que hoy pienso en el domingo, y aún más en el sábado que ya pasó, aunque también en el lunes que no ha llegado.
¿Alguna vez te preguntaste a qué edad te gustaría regresar si pudieras volver en el tiempo? Yo lo tengo claro: a mis nueve años. No estoy muy seguro, pero creo que fue una edad bastante tranquila. Una edad en la que sabes que eres un niño, pero en la que ya tienes conciencia de lo que es ser un adolescente. En otras palabras, una pasarela entre la inocencia y la rebeldía del acné venidero. (Sorbo).
Esta semana leía la teoría del sujeto de Jean-Paul Sartre. En un momento, cuando terminé un párrafo, cerré el libro, lo dejé sobre el escritorio, miré al frente y vi cómo todo desaparecía. Cada mueble, cada pared, todo, se disolvía en un blanco intenso, incluso yo. Pero yo no desaparecía, yo me teñía de blanco, como si de un proyecto de arte se tratara. Sartre decía que nosotros hoy somos nada, es decir, hoy somos el resultado de las decisiones del pasado, pero, si ya tomamos esas decisiones, pues, hoy, justo ahora, no somos nada. Lo que somos es un lienzo en blanco en el que se escribirá nuestro yo del futuro, ese que aún no existe. Entonces, no somos un presente per se, somos el resultado del pasado y nada más.
Me resulta fascinante esta imagen, pero también enigmática y, sin duda, aterradora. ¿Por qué? Porque hasta la fecha he comprado la idea del «momento presente», sin darle crédito al pasado en su mejor versión. Los voceros del mindfulness (entre los que me incluyo) nos enfocamos en el ahora, y decimos que eso es lo que importa, que el pasado ya no existe y que el futuro no ha llegado, pero esto que plantea Sartre voltea la tortilla, porque nos da entender que el pasado ya fue, que el futuro será y que el hoy no existe. (Sorbo largo).
A raíz de todo esto, imaginé ese viaje al pasado. No le diría al pequeño Rob que apueste el dinero de sus padres a algún partido de fútbol o juegue a la lotería para que cree un futuro de riqueza, lujo y confort a lo Ricky Ricón, pero sí le explicaría esta teoría de Jean-Paul: lo que decidas hoy decir y hacer creará tu futuro y en ese futuro mirarás el pasado y repetirás la fórmula, evaluando y mejorando la toma de esas decisiones y acciones hasta volverte un experto en la construcción de tu realidad.
También le diría que, los domingos, se aleje de los libros de filosofía.
Ilustración: Kadir Önder.
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