El escritor entró al hospital de Buenos Aires, enfermo de cáncer, con la esperanza en una cirugía capaz de salvarlo. Sufría unos dolores terribles y las pesadillas agotaban sus pocas horas de descanso: el suicidio de su esposa, el homicidio involuntario de su mejor amigo; pérdidas que dolían y gritaban abarcando todos sus silencios -(sombras fantasmales de la muerte proyectadas al futuro, ya que su amante, la poeta Alfonsina Storni, estaba condenada al mismo destino)-. Horacio Quiroga, el autor de Cuentos de amor, de locura y de muerte y de los Cuentos de la selva, un escritor rodeado de tragedia, iba a recibir en su sala privada la dura noticia. No había operación posible. No había tratamiento. No existía una batalla. Su enfermedad había vencido.
Tratando de aclarar su mente, caminaba por los pasillos del hospital, cuando escuchó un extraño llanto tras una puerta. Habló con las enfermeras, que le contaron el origen del misterioso lamento. Se trataba de un enfermo que, por caridad, el hospital tenía confinado en los sótanos del edificio. Quiroga exigió conocer a ese paciente. Se trataba de Vicente Batistessa, conocido como «El Hombre Elefante», debido a las espantosas deformidades similares a las del tristemente célebre inglés Joseph Merrick. Repudiado socialmente, siempre tapado con sábanas sucias, estaba encerrado en soledad, considerado un monstruo sin voz. El escritor llevó a Vicente a su habitación. Realizó las gestiones necesarias en el hospital para compartir ese lugar privado. Poco a poco, logró ganarse su confianza. Por las noches leía en voz alta a Poe, y otras veces le narraba sus cuentos, llenos de dolor y de tristeza, pero con una verdad esencial que le mostraba otras vidas, tan duras como las suyas. «El Hombre Elefante» resultó ser un señor educado y amable, que apreciaba la literatura, extremadamente sensible y que en pocos días hablaba con delicadeza y cambió sus lamentos por sonrisas frente a quien sería su mejor amigo.
Es llegado a ese punto donde los dos hombres, que forjaron su amistad en la admiración y el dolor, iban a tomar una decisión dura, pero implacable. Vicente no pudo negarse ante el pedido del escritor, los dolores eran insoportables, la situación totalmente irreversible. Debía ayudarlo a morir. «El Hombre Elefante» consiguió la dosis de cianuro adecuada y asistió a su amigo para beberla. Se sentó a su lado mientras dormía.
Horacio Quiroga, que vivía feliz en la selva de Misiones cuando fue arrancado de allí por el dolor, murió aliviado en la ciudad. Lo último que miró fue a su amigo, un hombre de ojos dulces, que había descubierto tras una capa de piel gris y arrugada. Había visto un hombre donde todos veían a un animal.
Pasados unos días, Vicente Batistessa comenzó a trabajar en los jardines de aquel lugar. Cuidaba las plantas y los árboles, el color verde de los mismos se hizo cada vez más intenso. Por las noches recorría las habitaciones en penumbra y se ofrecía a leer cuentos y poemas a los enfermos terminales, sabiendo que hay un lugar perdido entre dos mundos donde el eco del dolor no llega; allí donde la vida y la muerte se enamoran a través de las palabras.
Murió como un personaje de sus cuentos. Su escritura fue tan trágica y enigmática como su vida.