En la película Hombres de negro, cuando un agente ingresaba le borraban las huellas digitales y le asignaban una nueva identidad. Algo similar ocurre en la administración pública: te otorgan un escritorio, una silla, una computadora y, por supuesto, una tarjeta para marcar tus entradas y salidas –en la que salís siempre con cara de boludo–.
Luego vas a ir decorando tu reducido espacio con la foto de algún familiar (como tus hijos o tu novia), para pensar: “Lo hago por ustedes”; un termo; un mate; y unos bizcochos (parte del folclore, así como la pizza y el colectivo gratis del que goza la policía).
En la administración pública uno puede llegar a escuchar esta clase de diálogos:
González: ¿Qué hacés, Gutiérrez? ¿Fuiste a la cancha el domingo?
Gutiérrez: No, cállate que justo fue el cumpleaños de mi suegra. Ya había arreglado con mi hijo para ir a ver al pincha y mi señora me hizo acordar. ¿Para qué?, casi me divorcio, te digo.
González: Uh ¡¡¡Qué garrón!!! Te compadezco, hermano.
Gutiérrez: Sí, la verdad, fue terrible, vinieron todo el PAMI a casa, me los tuve que fumar a todos, ir a comprar las cosas, un lastre. No sabes lo que morfaban por no tener dientes. ¿Vos que hiciste?
González: Yo, el finde, tranqui. Fuimos a cenar con la flaca a un restaurante que nos habían recomendado allá, por Centenario. Escuchá bien: ella pidió unos ñoquis con fileto. y yo, un pollo al roquefort y entre los dos un Norton cosecha tardía. Tirame un precio de todo…
Gutiérrez: No sé… 240 mangos.
González: Ojalá… ¡410 pesos! Le dije a la moza: flaca, ¿qué rompimos? En otras palabras, nos cogieron de parados. Aumenta todo menos los sueldos, hermano.
Gutiérrez: Y eso que todavía no tienen chicos. Te quiero ver cuando te pidan que los lleves al cine, que el pochocho, que después McDonald’s, que un helado. Yo les digo: paren que papá no es Onassis, no dibujo la plata de noche.
González: Lo que pasa es que hay un gran defasaje entre sueldo y precio. Antes, con 100 pesos, salías del supermercado con cinco bolsas. Hoy, apenas salís con una. Está todo carísimo, la nafta, los cigarrillos, la carne, veo todo cada vez peor viejo.
Gutiérrez: Hablando de supermercado, ¿no probaste el nuevo queso Chubut? La otra vez lo compró mi señora y te digo que está bárbaro.
González: Mirá, después le voy a decir a la flaca. ¿Sabés que mi suegro nos regaló un plasma de 32 pulgadas? No sabés cómo estoy ahora con el HD, veo a Tinelli, jajaja, un lujo viejo, veo todas esas minas, si sigo así le pido a la flaca el divorcio, je, je, je.
Gutiérrez: Sí, yo estoy viendo si ahora con el aguinaldo compramos uno. Lo que pasa es que este mes me compré el Blackberry y se me fue mucha guita.
Interrumpe Ramírez desde otro sector de la oficina: Vamos a pedir con los muchachos empanadas de Don Juan, ¿de qué quieren?… ¿Vos comés, Pérez? (Pérez es nuevo, sólo hace una semana que entró y está como escondido, escuchando aquella conversación entre sus compañeros).
Pérez: No, gracias, ya traje mi comida. (Por dentro piensa, mientras abre su Tupper con ensalada: “Estoy entre estas cuatro paredes, tranquilo, voy a cobrar todos los meses, tengo obra social y el Estado es lo más seguro y cómodo que hay hoy en día, pero por suerte es por poco tiempo, no voy a quedarme mucho acá, quizás unos dos o tres años como mucho. Sé que infinidad de gente moriría por poder ocupar mi lugar pero yo, en verdad, soy un artista, aunque esa palabra signifique para muchos cagarse de frío. Ya voy a despegar y dedicarme a lo que amo, no pertenezco a este sitio. Algún día , algún día mi sueño se hará realidad”).
Lo que no sabe Pérez es que una noche se despertará y verá que eso no es verdad. El sueño se ha vuelto contra él, nunca se hará realidad, y ya es viejo. No se ha cumplido y jamás se cumplirá, porque nunca hará nada para que se cumpla. Lo enterrará en la memoria y después se hundirá en su sillón y se quedará hipnotizado delante del televisor, por el resto de sus días.