Ni bien amanece el día
ya estoy de pie, casi que rehecho del ayer
para que, con todo, y tal vez con una vehemente confianza
justifique mi mañana.
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Salgo de la periferia de las horas entre-vivas
y me tomo el tren de los sueños.
Dentro de él están los obreros de lo que será.
Todos viajando en esas cajas metálicas
para construir cosas allá en el otro extremo de la vida.
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Ni bien el tren para en el reverso del mundo
y abre sus puertas
como un enorme ciempiés de muchas panzas
salen de ellas cientos y cientos de obreros.
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Es entonces cuando
un fino y aún discreto rayo del sol
les toca los rostros, iluminándolos.
Hay en ellos vestigios de dignidad.
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De algún modo
es el sol congratulándolos
porque son todos ellos
rostros de obreros.
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