Un día lograste el “castillo de arena” más grande y hermoso que jamás imaginaste lograr. Le pusiste todo el empeño que nunca pensaste ponerle a un proyecto nuevo.
Lo decoraste, como si fuera digno del premio más importante. Le dedicaste horas, días, tal vez meses… porque ciegamente decidiste invertir ese capital no reembolsable, al que cotidianamente llamamos “tiempo”, en ese momento de tu vida donde te sentiste feliz.
En definitiva lo hiciste a gusto y semejanza del amor más puro que atesora tu alma. Y no, nadie lo derribó torpemente con su pelota playera; sus grandes y frágiles muros no cedieron frente al soplido de la naturaleza. Tampoco se cayeron producto de la caricia inconsciente del mar. Simplemente, se cayó por tu culpa.
Fuiste vos quien decidió ponerle fin a su fragilidad. Fuiste vos, quien prefirió distraerse en un nuevo proyecto o quien de alguna manera, perdió por un instante la atención en su castillo.
Y se cayó. La arena se desvaneció entre tus dedos. Y no fue hasta entonces, cuando arremetiste un rosario de descalificaciones hacia tu persona y te condenaste al peor de los presentes. Porque entendiste que la culpa no era de nadie más que sólo tuya.
No fue el destino. Tampoco un tercero. Fue tu culpa. Porque permitiste que la caída de esas paredes te lastimaran como nadie nunca te lastimó.
Y fue tu decisión dejar que aquel derrumbe clasificará ese capítulo nuevo en tu vida, como un fracaso imperdonable.
Algunos dirán que no fue para tanto, que solo era arena y que precisamente eso sobra en una playa; que ya podrás construir uno mejor, o que te mudarás de costa y conseguirás armar un castillo el triple de resistente.
Pero no. No te alcanza. No queres otra arena; tampoco otro castillo. Vos lo querías a él. Y nada de lo que hagas, te permitirá volver al momento donde sentiste el disfrute de saber de su existencia en tu vida.
¿Vas a castigarte?, si. Durante mucho tiempo vas a hacerlo. Porque nadie mejor que vos sabe todo aquello que estaba en juego a la hora de elevar los muros de ese castillo. Todo el sacrificio que invertiste, todos tus anhelos y los proyectos que diagramaste se derrumbaron junto a ese divertimento veraniego.
Precisamente por eso, sos quien hoy debe decidir entre quedarse posando debajo de todo el montículo de arena que se dejó caer sobre tus pies, o de alguna manera, decidir sí a partir de ese derrumbe te dedicaras a construir nuevos mundos.
Hoy no importa cuanta más arena haya, ni cuántos castillos iguales o mejores puedas hacer. Hoy solo importa que del fracaso sepas entender que las oportunidades van y vienen como una marea repleta de historias de castillos de arena. Y que en vos está la decisión de hacer de esa caída un punto de partida para poder verte como de verdad te mereces: como el único constructor de fortalezas a pesar de las lágrimas.
Partir de aquellos lugares donde nos sentimos tan cómodos es difícil. Pero no imposible. A veces cuesta asumir la decisión de saltar a un nuevo libro, a una nueva trama, incluso a compartir un cambio de elenco en nuestra historia.
Pero todo pasa por algo. Quizás con todos los asuntos por resolver durante nuestro día a día, no notemos que la inestabilidad es un periférico más, que se suma a un escritorio repleto de tareas pendientes. Y que se toma el tiempo para ir empujandonos hacía ese instante de la vida que reconocemos a partir de una caída.
No es fácil, por eso siempre logramos llenar el vacío que nos provoca la pregunta “¿Qué hago haciendo esto?”, con miles y miles de excusas. Que por supuesto, no nos llevan a cambio alguno.
Aunque parezca loco de creer, tenemos bastante que ver con esas cadenas que nos impiden avanzar, y mientras perdemos el tiempo culpando a terceros de su existencia. No hay proyecto de obra para nuevos castillos.
No sos perfecto. Simplemente sos humano, y nada de lo que hagas será lo suficientemente grave, como para castigarte durante tanto tiempo.
Asique agarra la pala, el balde, el gorrito para el sol: ¡y ponete a construir tu nueva aventura!
Espero que tenga mucho que ver con tu sonrisa.