El español, como cualquier otro idioma, es un producto histórico. Así, consideramos español tanto a los versos que escribió en su día Garcilaso como a los que produjeron siglos más tarde Blas de Otero y Octavio Paz. Más allá de las diferencias en la manera de decir que separan los sonetos y las églogas del primero de libros como Ángel fieramente humano y Libertad bajo palabra, hay una corriente originaria, que, con aspectos cambiantes, permanece: la unidad de la lengua en la poesía.
La lengua, en su uso práctico y cotidiano, expresa y comunica un mundo ya creado que convenimos en aceptar como real. El uso poético de la lengua, por el contrario, consiste precisamente en un proceso nuevo de creación en el cual la lengua que expresa los contenidos del mundo servirá para inventar, en la medida que la expresa, una nueva realidad, realidad que no es otra que la sustancia íntima, personal y única del poeta. Por este motivo, una lectura lingüística de la poesía, aquella que trata de llegar de la expresión a la sustancia del contenido, nos lleva siempre a los mismos temas: la vida, la muerte, el amor, la injusticia, etc. En otras palabras, todos los poetas nos dicen lo mismo, pero nos cantan algo diferente: esa «nueva realidad» que cada uno crea, con idénticos materiales, con idénticos recursos —la lengua—, pero con un particularísimo impulso de invención.
La lengua con la que se expresan los poetas que he propuesto como ejemplos —y la que, por cierto, utilizan todos los poetas de habla hispana— no sufre alteración; es siempre el español (español de la primera mitad del siglo XVI y español de la primera mitad del siglo XX, para ser precisos), que puede entenderse, o bien como un conjunto de unidades fónicas reunidas conforme a las normas habituales, o bien como un grupo de palabras o unidades significativas seleccionadas con el propósito de hallar la expresión justa. Lo poético, o si prefieren lo creativo, sería el resultado de esta doble operación: la reunión y la selección de las piezas que extrae del inventario idiomático común a todos los hablantes. Esa selección y esa reunión están condicionadas por los contenidos que se quieren comunicar. Cada pieza seleccionada (palabra, esquema de frase, hasta secuencia fónica) ofrece en potencia múltiples referencias en lo real, todas las que excluyen las piezas no elegidas, pero esas referencias se amplían o reducen al quedar encuadradas en un contexto, al toparse con las referencias posibles de las otras piezas unidas a ellas en ese mismo acto comunicativo. Unas posibilidades quedan eliminadas, mientras otras se intensifican, incluso pueden crearse nuevas referencias a partir de la particular combinatoria en presencia. La primera palabra de un poema «no se entiende del todo», si no leemos la última. Entre la una a la otra encontramos un área que restringe las referencias de la palabra anterior y a la vez abre nuevas posibilidades que se verán solo limitadas por la palabra siguiente. En el uso puramente informativo de la lengua, el primer signo de una secuencia acota en cierto modo el número de los posibles signos siguientes, puesto que, al hacer referencia al llamado mundo real, con frecuencia podemos adivinar lo que va a seguir. En el uso poético, en cambio, no se puede predecir nada, porque la referencia del poema no es el mundo real tal como lo configura la lengua, sino esa nueva realidad que está creando el poeta en el poema. En el uso ordinario, tras una secuencia como «El mar entra» esperamos «en el golfo» o algo parecido, porque eso es lo que vemos en la realidad que nos rodea; sin embargo, en el uso poético nos sorprende una secuencia como «El mar entra en la carroza de la noche»[1], pues el conjunto nos remite a otra realidad.
Ahora bien, sabemos que lo propio del poeta es su «mundo poético», y aunque no haya otra manera de manifestar este mundo que la lengua, no debemos caer en la tentación metonímica de utilizar la etiqueta «lengua poética», pues esta no es más que una de las posibilidades de utilización del sistema lingüístico. Observemos, sin ir más lejos, que, en el uso jurídico o en el uso científico, lo jurídico y lo científico no es propiamente la lengua empleada, sino las particularidades de contenido que se quieren manifestar y que exigen la elección de las oportunas piezas del sistema general.
Todo poeta, al igual que cualquier otro usuario de la lengua, posee un conjunto de contenidos sentimentales e intelectuales en los que cree, de manera más o menos consciente, y que constituyen el sistema que rige su actitud vital y poética. Se pueden expresar esas sustancias, cuando se efectúa el análisis oportuno, apelando simplemente a los signos de la lengua, tal como la crítica biográfica o sociológica apela a la visión de mundo de un escritor. No obstante, lo que el poeta hace es otra cosa. No repite esos contenidos deslindados y ordenados, sino que más bien intenta descubrir en el mundo real ejemplos de relaciones de elementos que se correspondan con ese sistema, y en lugar de expresar de manera directa las sustancias propias de este, las manifiesta mediante la expresión de aquellos otros elementos. Así pues, los significantes empleados por el poeta no remiten a los significados de la realidad habitual, sino a los de esa otra realidad personal que es el sistema del poeta. En el terreno de lo poético, dos realidades externas distintas pueden utilizarse como correlatos de una misma realidad personal del poeta. En eso consiste, por ejemplo, la metáfora, quizá el procedimiento más típico de la poesía. Variando esta, aunque el contenido se mantenga idéntico, la poesía también varía.
En definitiva, el trabajo de un poeta no consiste en acumular cada vez más elementos de su sistema de contenidos, sino en realizar nuevas combinaciones y establecer nuevas correspondencias que se apoyen en diferentes elementos reales.
_______________________________________
[1] Verso del poema «Monumento al mar», de Vicente Huidobro, incluido en Obras completas, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1976.