Inició la noche caminando firmemente en el borde de la primera copa —llena al tope—, y con el ánimo festivo de tener más de un motivo por el que celebrar.
Entre risas y con ímpetu jolgorioso se deslizó de la primera a la segunda copa como una patinadora profesional sobre el hielo recién preparado, y allí comenzó a lucirse con giros de elevada destreza y perseverancia.

Se abrió paso a la tercera copa, ingresando en un estado de euforia alegre, que oscilaba con pequeños instantes de perplejidad. Se conocía bien, sabía la necesidad de ponerse un límite, pero era mayor la tentación.
Con cada burbuja, el sabroso y seductor espumante de la cuarta copa comenzó a envolverla en un baño de nostalgia y a ponerla contra las cuerdas para mirar ciertos recuerdos dolorosos. Pese a ese estado que ya conocía e incluso con el deseo de escapar de allí, se acercó, tambaleante, a ella. A esa copa que suele tornarla pendenciera durante un rato, hasta sumirla en el olvido casi absoluto de lo acaecido en esa última parte de la noche.
Entonces, haciendo equilibrio en la quinta copa de champán, miró su reflejo en el peligroso néctar y se zambulló en ella. Como hacía con frecuencia, nadó durante largos minutos. Luego salió exhausta a la superficie, se recostó a la vera y, a diferencia de otras veces, se quedó profundamente dormida.
Ilustración central: @diegogonzalezarts
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